La mariposa azul revoloteaba entre los restos de un jardín abandonado, donde los colores se habían desvanecido, pero la vida aún resistía. Sus alas, desgarradas por el viento y el tiempo, aún brillaban con una luz que parecía propia, como si cada grieta en ellas contara una historia. Volaba bajo, cerca de las flores marchitas y los arbustos que una vez florecieron, pero no caía. A pesar de estar rota, seguía volando.
Él la observaba desde la distancia, sentado en la sombra de un árbol que aún resistía los embates del tiempo. Cada movimiento de la mariposa parecía un recordatorio de algo que había perdido, algo que había amado y que, al igual que el jardín, se había desvanecido lentamente. Pero ahí estaba, esa pequeña criatura azul, luchando contra el viento, sin importarle sus alas rotas.
Los rayos de la luna empezaban a filtrarse entre las ramas del árbol, iluminando el jardín en pedazos. La luz fría abrazaba la mariposa, la convertía en algo casi irreal, una chispa de vida en un lugar que parecía haber olvidado cómo respirar. Entonces lo sintió: una brisa suave que ondeaba el aire y le recordaba lo que era el amor.
Era el mismo viento que había sentido la noche en que la conoció, cuando su corazón fue tocado por una mujer cuyos deseos eran tan profundos como los suyos, pero cuya ternura estaba oculta tras una armadura impenetrable. Ella, al igual que la mariposa, había sido desgarrada por los años, por las batallas que había enfrentado, por las pérdidas que cargaba. Pero él la había enamorado, y con ese amor, había logrado lo imposible.
Había visto cómo la luna traspasaba sus deseos, cómo en las noches más oscuras, su luz revelaba la verdadera esencia de su alma. Bajo esa luz, ella había dejado caer sus defensas, había permitido que la ternura fluyera libremente, como un río que rompe sus diques. Y en ese momento, había sido más hermosa que nunca.
Ahora, mientras la mariposa azul volaba a través del jardín roto, él entendía lo que significaba vivir con cicatrices, con trozos de uno mismo perdidos en el tiempo, pero sin rendirse. No importaba cuán roto estuviera, no importaba que la vida lo hubiera marcado. Siempre había belleza en seguir volando, en dejar que el viento ondeara los pedazos que quedaban y en enamorarse una y otra vez de lo que aún se mantenía.
El jardín, aunque en ruinas, no estaba muerto. Y la mariposa, aunque en pedazos, era una prueba de que la vida, la verdadera vida, nunca se rompe del todo.