En un rincón silencioso de Tokio, donde los pasos de los transeúntes parecían murmullos perdidos entre los callejones, Takumi descubrió una pequeña tienda de abanicos. No era una tienda común; el cartel, apenas visible, decía: “Vientos del Alma”.
Dentro, el aire tenía un peso extraño, como si el tiempo se estancara. Los abanicos colgaban del techo como piezas de un rompecabezas imposible. Había abanicos de colores vivos, con texturas que invitaban a tocarlas: uno parecía hecho de plumas de ave; otro, de pétalos prensados; y otro, de un papel tan fino que daba la impresión de desaparecer si lo mirabas demasiado tiempo.
“Cada abanico elige a su dueño,” dijo una voz detrás del mostrador. Era una mujer de cabello blanco, con ojos que parecían haber visto mil vidas. “Elige con cuidado. Este no es un lugar para caprichos.”
Takumi asintió sin comprender del todo y dejó que su mirada vagara. Había uno, al fondo, que lo llamó sin palabras. Era diferente: su color no era vibrante, sino un azul desvaído, como una postal olvidada. Lo tomó, y al abrirlo, un viento leve le acarició el rostro. En ese instante, recuerdos que creía haber olvidado emergieron como olas: una carta que nunca envió, un adiós en una estación, y el rostro de alguien que había amado profundamente.
“La vida,” dijo la mujer, “es como las cartas. Aunque las quemes, lo que tiene que quedar en el corazón, se queda. Lo demás desaparece, incluso si lo guardas en un cajón. Este abanico… es para ti.”
Takumi no respondió. Cerró el abanico y sintió que un peso se deslizaba de su pecho, como si hubiera encontrado algo que no sabía que había perdido. Afuera, la ciudad seguía su ritmo incesante. Pero para Takumi, el viento del alma había cambiado.