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Un umbral

 

La ventana era un umbral sin nombre,
un pacto entre lo eterno y lo efímero.
La piedra inmensa,
como un dios caído,
sostenía el peso del tiempo
con la paciencia que tienen los siglos.

Un estandarte japonés
ondeaba en la brisa,
ajeno al abismo entre sus caracteres:
podrían ser místicos,
un haiku secreto sobre el vacío,
o simplemente una vulgaridad
perdida en la traducción de lo humano.

Las viejas tejas,
arrugadas como manos ancianas,
guardaban sus historias en silencio.
Y en el fondo,
un horizonte que invitaba a pasar,
pero no prometía respuestas.

Era bello,
de esa belleza que no se puede tocar,
que solo se respira en instantes
como este:
crucial,
como un latido antes del salto,
lleno de ese algo
que no sé qué es,
pero que me obliga a quedarme
y perderme un poco más.

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