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Un lugar para la luz

 

 

Cada mañana comenzaba de la misma manera: un café humeante en la mano, sentado en el borde de la cama. El ritual se había vuelto casi sagrado, un momento de silencio antes de que el día irrumpiera con su caos habitual. El aroma del café llenaba la habitación, envolviéndolo en una calma que sabía sería breve.

Frente a él, colgando de un clavo en la pared, estaba el mecate azul. Un pedazo de cuerda gruesa y gastada, que alguien había olvidado o dejado ahí con un propósito desconocido. Nadie recordaba cómo había llegado a ese lugar, pero ahí estaba, como un testigo mudo de cada uno de sus despertares.

La vista de ese mecate siempre le provocaba una mezcla de emociones. Primero, una sensación de lo que pudo ser y no fue. Le recordaba promesas que había hecho y no cumplido, oportunidades que dejó pasar, sueños que fueron desvaneciéndose con el tiempo, como los colores de la cuerda bajo la luz del sol.

Después, como un maremoto que se estrellaba contra él, llegaba la desesperación. Angustia por lo perdido, por lo irrecuperable, por esa sensación de que el tiempo, implacable, no le daba tregua. Su mente se llenaba de pensamientos que lo empujaban hacia la oscuridad, un abismo en el que las posibilidades se esfumaban como la espuma en el café.

Pero siempre, sin falta, algo lo detenía al borde. Tal vez era el recuerdo de una risa, o el suave tacto de una mano en la suya, momentos fugaces de felicidad que se filtraban a través de la melancolía. Esos instantes eran como destellos de luz en medio de la tormenta, breves pero intensos, recordándole que no todo estaba perdido, que la vida, a pesar de sus golpes, aún tenía algo por ofrecer.

El mecate azul, con su color desvaído pero aún vibrante, parecía reflejar esos pensamientos. Colgaba ahí, a veces inerte, otras veces moviéndose ligeramente con la brisa que entraba por la ventana. Un símbolo de resistencia, de algo que ha soportado el peso de los años y, aunque gastado, sigue colgado, presente, negándose a desaparecer.

Y así, cada mañana, después del café y la tormenta de pensamientos, se encontraba sonriendo sin razón aparente. La desesperación se disolvía lentamente, como el azúcar en su taza, y él se levantaba, dejando atrás esos primeros momentos oscuros. El mecate azul seguía ahí, como una constante en su vida, un recordatorio de que a pesar de todo, siempre hay lugar para la luz, aunque sea en pequeños instantes felices que dan sentido al día.

 

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