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Un lugar de historias y tiempos pasados

 

 

El niño nunca había visto el desierto, sólo lo imaginaba como un lugar vacío, una extensión interminable de arena. Un día, su padre decidió que era hora de mostrarle lo que las palabras no podían describir. Viajaron lejos, muy lejos, hasta un lugar que parecía estar más allá del mundo que conocían.

Al llegar, el calor les envolvió de inmediato, pero no era incómodo, sino suave, como un abrazo silencioso. La arena bajo sus pies era más fina de lo que el niño había esperado. No era como la arena del mar, sino algo más antiguo, más vivo. Sus dedos se hundían en ella, dejando surcos que el viento borraba casi al instante.

Ante ellos se alzaban cúpulas de barro, monumentos históricos y viviendas simples que parecían surgir de la misma tierra, como si siempre hubieran estado ahí. El padre señaló una de las cúpulas, explicando que esas estructuras eran refugios, hechas de lo que el desierto les ofrecía: barro y manos pacientes. El niño tocó una de las paredes, sintiendo la textura áspera pero firme, una conexión directa entre el hombre y la naturaleza. Era como si el desierto mismo hubiera prestado su piel para construir aquellos hogares.

Más allá de las cúpulas, las dunas se extendían en ondulaciones suaves y tranquilas, reflejando la luz del sol que comenzaba a descender en el horizonte. El cielo, de un azul profundo, empezaba a teñirse de rojos y naranjas, como si el día se fundiera con la arena. La tranquilidad del lugar era palpable, el viento apenas susurraba, y no había más sonido que el crujido lejano de los granos de arena desplazándose.

El niño miró a su padre, buscando en sus ojos una explicación para lo que sentía. No era sólo la vastedad del desierto lo que le sorprendía, sino la paz que emanaba de cada rincón. Había una calma en el aire, una especie de invitación a dejarse llevar, a detenerse y escuchar lo que el desierto quería decir.

Se sentaron juntos en la arena, sin hablar. El padre dejó que el niño absorbiera el paisaje, permitiendo que el desierto hablara en su propio idioma. Y en ese silencio, el niño comenzó a entender que el desierto no era un lugar vacío. Era un lugar lleno de historias, de tiempos pasados, de manos que moldeaban barro y construían refugios. Un lugar donde el viento y la arena se mezclaban con los sueños de aquellos que se atrevieron a vivir allí.

Cuando el sol finalmente se ocultó, dejando tras de sí un cielo lleno de estrellas, el niño se dio cuenta de que, en ese lugar más allá de lo imaginable, había encontrado algo más que arena y cúpulas. Había descubierto la tranquilidad que sólo el desierto podía ofrecer, una paz que no se podía encontrar en ningún otro lugar del mundo.

 

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