Las cúpulas de piedra, redondeadas y desgastadas, se alzan sobre el horizonte como oasis de arquitectura por las orillas del vasto desierto. Cada una de ellas guarda secretos antiguos, como si las sombras del tiempo aún vagaran entre sus paredes. Bajo el sol abrasador, el aire se ondula con el calor, distorsionando el paisaje, haciendo que lo real y lo irreal se mezclen en un susurro silencioso de recuerdos.
El viento caliente sopla, levantando remolinos de arena que danzan alrededor de las cúpulas, como si el desierto también recordara. Las cúpulas son testigos inmóviles de sueños y esperanzas que una vez florecieron aquí, entre las dunas infinitas y el cielo implacable. A lo lejos, las montañas erosionadas parecen fantasmas petrificados, miradas ancestrales que lo han visto todo, pero permanecen en silencio.
Una figura solitaria cruza el paisaje, sus pasos crujen sobre la arena seca, el sonido ahogado por el viento. La piel curtida por el sol, pero los ojos vivos, reflejan tanto el pasado como el futuro. Cada paso es una lucha, no solo contra el calor sino contra los recuerdos que golpean como ráfagas, imágenes de un tiempo donde todo parecía posible. Allí, donde el desierto era más que un yermo vacío, donde las cúpulas prometían refugio, y el horizonte no era una frontera inalcanzable.
Recuerdos de una vida diferente, de voces que llenaban el aire y risas que resonaban dentro de aquellas cúpulas. Pero el tiempo, como el viento, ha borrado las huellas de esos momentos, llevándose con él todo, excepto la esperanza. La esperanza que sigue latiendo en el pecho de quien cruza el desierto, buscando algo más allá de lo que los ojos ven.
El calor es implacable, pero con cada paso, el caminante sabe que la esperanza es lo único que puede mantener viva la marcha. Las cúpulas, en su quietud, parecen observar, como si esperaran también, sabiendo que bajo el peso del sol y el paso del tiempo, las cosas más simples —una sombra, una brisa fresca, un sueño— son las más valiosas.
El desierto es un recordatorio constante de que todo cambia, que nada permanece inmóvil, salvo quizá la voluntad de quien sigue adelante. Y aunque el calor arde y los recuerdos pesan, el futuro aún está por escribirse, bajo esas mismas cúpulas que una vez guardaron tantos sueños.
En esa tierra de sol y arena, el caminante sigue su camino, sabiendo que, como el desierto, todo es cíclico. Las tormentas vendrán, y después, la calma. El pasado se disolverá en el viento, y con ello, nuevas esperanzas emergerán. Porque en el calor más asfixiante y en los recuerdos más pesados, la esperanza siempre encuentra una manera de florecer.