Bajo el cielo despejado de Barcelona, el Arco del Triunfo se alzaba majestuoso, como un guardián de historias y susurros del pasado. Era una estructura imponente, pero más que su tamaño, era su simbolismo lo que atraía a quienes paseaban por debajo de él. Los turistas lo miraban con admiración, sacando fotos, pero pocos se detenían a sentir la esencia que emanaba de sus antiguos ladrillos.
Él la llevó allí un día cualquiera, cuando el tiempo parecía haberse detenido solo para ellos. Bajo ese arco, la luz del sol bañaba su rostro con una calidez que hacía brillar sus ojos como nunca antes. Ella sonrió, y en esa sonrisa, él vio reflejados todos los años que habían compartido, cada uno como una arruga en la piel, pero también como una marca de la felicidad vivida, del amor que los unía.
Las palabras se quedaron en silencio, suspendidas en el aire como una promesa que no necesitaba ser dicha. El Arco del Triunfo no era solo un monumento para ellos; era un testigo mudo de su historia, de los días buenos y malos, de las noches en que se aferraban uno al otro, buscando consuelo y fortaleza.
En sus arrugas, él no veía el paso del tiempo, sino la eternidad de su amor. Ella era su mujer madura, aquella que había crecido con él, que había soportado sus riesgos y compartido sus penas. Cada línea en su rostro, cada cana en su cabello, era una historia escrita en el libro de sus vidas, un capítulo que él leía con devoción y respeto.
Mirando hacia el cielo a través del arco, pensó en la promesa que le había hecho, no con palabras, sino con su presencia constante, con su amor inquebrantable. Sabía que, algún día, cuando ambos hubieran cruzado ese último arco de la vida, sería en sus brazos, rodeado por el brillo de sus ojos y la calidez de su sonrisa, donde encontraría su descanso final.
El Arco del Triunfo, con su estructura imponente y su historia grabada en cada ladrillo, se convirtió en un símbolo de su amor. No necesitaban hablarlo; estaba allí, presente en cada mirada, en cada caricia. Era un amor que resistía el paso del tiempo, que se fortalecía con cada arruga, con cada desafío superado.
Y así, bajo ese arco, juraron en silencio que, pase lo que pase, llevarían sus alegrías y dolores juntos, hasta el final de sus días. Porque en el amor que compartían, había encontrado la esperanza y la luz en su oscuridad. Un amor eterno, sellado bajo el Arco del Triunfo, que resistiría el paso de los años, hasta que sus almas descansaran en paz, unidas por siempre.