Bajo el cielo despejado de Capadocia, las sombras de antiguas montañas y formaciones rocosas se alargaban, mientras el sol caía, tiñendo de ámbar las arenas que ocultaban secretos milenarios. Las ciudades, ocultas bajo la tierra, eran testigos mudos de un pasado que aún latía en las piedras. Las paredes de las cavernas, forjadas por manos invisibles, contaban historias de tiempos lejanos, donde el eco de voces olvidadas se perdía en los túneles y grutas.
En la superficie, los riscos y colinas, erosionados por el viento y el tiempo, se erguían como guardianes de esos secretos. Allí, en las alturas, se veía el mundo de manera diferente. La luz se filtraba a través de las hendiduras de las rocas, creando formas que parecían danzar al compás del viento. Y abajo, en lo profundo, la vida continuaba en un eterno susurro.
El joven Ahmed había oído esas historias desde que tenía memoria. Su abuelo le hablaba de las ciudades subterráneas, de cómo las personas se refugiaban en ellas durante las guerras, de cómo el tiempo se detenía en esos corredores de piedra. Pero también le hablaba de las almas que llegaban a esas tierras como viajeros, almas que aparecían en nuestras vidas como bálsamos, calmando dolores, trayendo esperanza.
Un día, mientras Ahmed exploraba una de las cuevas más profundas, encontró una inscripción en la piedra, casi borrada por el paso de los siglos. Era un mensaje, un fragmento de una vida que alguna vez fue tan real como la suya. “Aquí, en la oscuridad, encontré la luz en los ojos de un extraño”, decía la inscripción. Ahmed se detuvo, sintiendo cómo aquellas palabras resonaban en su corazón. No estaba solo en ese momento; había alguien más, alguien que, siglos atrás, había experimentado lo mismo.
Al salir de la cueva, Ahmed miró al cielo, que ya se teñía de estrellas. Sintió una extraña paz, una conexión con aquel pasado que no conocía pero que de alguna manera comprendía. Sabía que en su vida también encontraría esas almas, esos bálsamos que calmarían sus heridas y lo guiarían en su camino.
Y así, bajo las estrellas de Capadocia, Ahmed entendió que las ciudades bajo la tierra no eran solo refugios de piedra, sino lugares donde el tiempo y la historia se entrelazaban, donde las personas, como bálsamos, aparecían para darnos consuelo y esperanza, donde la luz podía encontrarse incluso en la oscuridad más profunda.