Un altar,
flanqueado por flores que respiran
en cada pétalo su eternidad efímera.
La campana,
muda por ahora,
espera como espera el trueno
a su rayo.
Las tacitas,
pequeñas pero solemnes,
aguardan el ritual,
la coreografía precisa de lo sagrado.
Y, detrás,
como si la fe tuviera su reverso terrenal,
la escoba y el palo para limpiar los pisos,
escondidos,
pero nunca del todo.
Son secretos a medias,
como los pensamientos
que juramos callar,
pero que al final dejamos entrever
en el tono de una mirada,
en la sombra de un gesto.
Así es la verdad:
un altar donde lo divino
y lo cotidiano se rozan,
donde el polvo bajo las flores
habla de quienes somos,
y la campana, aún en su silencio,
resuena en nosotros
como el eco de lo que no decimos,
pero todos saben.