En una torre escondida entre los pliegues del pasado y la actualidad, el paso de los años se manifestaba en cada grieta y resquicio de sus muros. Experiencias resquebrajadas con el tiempo se reflejaban en cada ladrillo, como cicatrices en la piel de un viejo enamorado.
Quédate, —susurraba el viento entre los rincones olvidados de la torre, — aún con el alto coste de abrazar esos ojos que a veces ves irreconocibles cuando lloras frente al espejo. Eran los ojos del pasado, testigos mudos de antiguas batallas y amores perdidos, reflejando el peso de las decisiones tomadas y los caminos no elegidos.
Al mirarse fijamente en el espejo, se veía a sí misma como en un pequeño autocastigo rancio, rememorando todo lo que presintió que había muerto para enseñarle a volar raso. Recordaba cómo eligió la seguridad de un sendero de flores deshojadas, promesas de noches de lunas llenas por toda la eternidad. Pero ahora, en la quietud de la torre, se preguntaba si había sido la elección correcta.
Los años habían dejado su marca en cada rincón de la torre, pero también habían traído consigo una sabiduría silenciosa. Aprendió que el paso del tiempo no solo resquebraja las estructuras físicas, sino también las emocionales. Y aunque las cicatrices del pasado no desaparecían, podían convertirse en símbolos de fortaleza y crecimiento.
En la torre escondida entre el pasado y la actualidad, se encontraba una historia de lucha, amor y renacimiento. Cada grieta contaba una historia, cada piedra era un recordatorio de que, a pesar del paso del tiempo, siempre había espacio para la esperanza y la transformación.
