En algún rincón olvidado de la Ruta de la Seda, en un paraje donde las dunas se alzan como gigantes adormecidos y el viento canta viejas baladas en lenguas ya olvidadas, se erguía una puerta. Esta no era una puerta común; sus maderas estaban gastadas por el tiempo, y sus bisagras, corroídas por el desierto, pero aún mantenían un extraño resplandor, como si hubieran sido tocadas por manos divinas. Frente a ella, un monumento de piedra y misterio se alzaba, tan impresionante como los relatos de Ali Baba, una figura que parecía haber surgido de las leyendas, un testamento a lo que fue y a lo que podría ser.
El personaje que llegó ante esa puerta era un viajero, pero no un viajero como los demás. Todo en él parecía ir en contra de “lo-que-debe-ser”. Sus ropas, aunque adecuadas para el desierto, no seguían los patrones tradicionales; sus palabras, aunque amables, tenían un filo que perturbaba; y su mirada, siempre en sombras, parecía ver más allá del presente, como si estuviera atrapada entre el ahora y un lugar indeterminado más allá de los confines del tiempo.
Los rumores hablaban de esta puerta como un acceso a algo más, algo que no era de este mundo. Los mercaderes la evitaban, los viajeros la ignoraban, pero él, atraído por la promesa de lo desconocido, se acercó sin temor. Sus pasos resonaron en el aire quieto, y cuando extendió la mano hacia la puerta, no fue para abrirla, sino para tocar sus marcas, aquellas cicatrices talladas en la madera que contaban historias que nadie más había querido escuchar.
En esos surcos, la poeta, que había recorrido antes que él esos mismos caminos, había dejado fragmentos de su alma. Ella había trazado sus miedos, sus angustias, en forma de subrayados, encriptados en una escritura secreta que solo aquellos con el corazón abierto podrían comprender. Al recorrer esos grabados, el viajero no leía palabras, sino sentía; cada línea era una pulsación, un eco de las luchas internas de una época que había querido olvidar.
El monumento, con su semblanza de cuento de hadas, observaba en silencio. Su superficie, desgastada pero imponente, reflejaba el sol del atardecer, convirtiéndolo en un guardián que protegía no solo la puerta, sino también los secretos que yacían más allá de ella. Y mientras el viajero continuaba absorbiendo la historia oculta en las marcas, una sensación de inquietud comenzó a invadirlo. No era miedo, sino una perturbación, como si, al tocar esos recuerdos ajenos, estuviera desenterrando algo que no debería ser conocido, una parte de la identidad de alguien más que había sido sellada allí para no ser revelada.
Pero entonces, algo cambió. La perturbación se transformó en comprensión. Los subrayados no eran solo marcas de dolor, sino también de redención, de lucha y de eventual paz. La puerta, que antes parecía solo una barrera, se convirtió en un espejo, uno que reflejaba no solo su propia imagen, sino también la de aquellos que habían pasado antes que él. A través de esas escrituras ocultas, el viajero comenzó a percibir no solo las sombras de su propia subjetividad, sino también las de la poeta, entrelazadas en un tejido invisible que unía a todos los que se atrevían a enfrentarse a lo desconocido.
Sin pronunciar una palabra, dio un paso hacia atrás, comprendiendo que aquella puerta no necesitaba ser abierta para revelar sus secretos. Era en la madera tallada, en las historias que otros habían dejado atrás, donde residía la verdadera entrada. El viajero, ahora un poco menos inquieto, se giró para continuar su camino, dejando que la puerta permaneciera cerrada, pero no olvidada. Pues en ese rincón del desierto, frente al monumento, las respuestas a sus preguntas ya estaban grabadas, esperando a ser encontradas por quien supiera cómo leerlas.