No todas las respuestas estan en los libros
El establo olía a paja seca y a tierra húmeda, impregnado de una calma casi hipnótica. Las ovejas, blancas como la espuma de las nubes en un cielo sin tormenta, estaban alineadas, unas junto a otras, comiendo sin pausa. Sus bocas trabajaban sin cesar, deslizándose por el heno con movimientos mecánicos, como si cada brizna de hierba fuera parte de una rutina extraña que no se podía romper. Los pequeños copos de lana que caían de sus cuerpos flotaban brevemente antes de posarse en el suelo, desapareciendo entre la paja.
El aire estaba lleno de sonidos suaves: el susurro de las mandíbulas que trituraban el heno, el crujido del suelo bajo las patas redondeadas y el leve balido ocasional, casi como un suspiro. Parecía que el mundo se había ralentizado dentro de ese establo, donde el tiempo no avanzaba a la misma velocidad que fuera. El hombre observaba en silencio, inmóvil cerca de la puerta entreabierta, dejando que la quietud de las ovejas llenara los huecos de su mente.
Eran blancas y peludas, sí, pero no solo eso. Eran el reflejo de una simpleza que él había olvidado. Comían y comían, como si no hubiera otra preocupación más que esa. No pensaban en el siguiente paso, ni en lo que quedaba de la hierba o el destino de sus días. Comían con una entrega total a lo que estaban haciendo, sin preguntas ni dudas. El hombre, que había pasado años leyendo sobre la complejidad de la vida, la literatura, la filosofía, se encontró contemplando aquella escena con un anhelo que no esperaba.
Él era un lector. De esos que se pierden entre las páginas, buscando respuestas, siempre escudriñando los significados ocultos. Había buceado en tratados y en novelas densas, en libros de religión y filosofía que parecían responder a todo pero que, al final, solo dejaban más preguntas. A veces, la vida parecía demasiado complicada. Pero ahora, aquí, en este establo, rodeado de ovejas que simplemente comían, algo dentro de él se desmoronaba, una barrera invisible que él mismo había erigido con tanto esmero.
La facilidad con la que las ovejas se entregaban a su simple acción le resultaba casi desconcertante. ¿Cuándo había olvidado lo sencillo? Se preguntaba si tal vez, en algún rincón de su mente, seguía buscando una respuesta más difícil, más profunda, cuando la vida misma le estaba mostrando algo esencial frente a sus ojos.
La luz que entraba por la puerta dibujaba sombras suaves en el heno, y el hombre sonrió para sí mismo. Quizás no todas las respuestas estaban en los libros, después de todo.