El cielo se desplegaba ante nosotros, vasto y azul, como un océano interminable que prometía aventuras ocultas. Las nubes, esponjosas y dispersas, parecían formar un camino, un sendero invisible que solo nosotros podíamos ver. Pedaleábamos sin prisa, como si el tiempo se hubiera detenido. La brisa fresca acariciaba nuestras caras mientras las ruedas de las bicicletas rozaban la suavidad de las nubes.
A medida que avanzábamos, los árboles se alzaban a nuestro lado, altos y majestuosos, sus copas tocando el cielo, casi fusionándose con él. Era como si las raíces estuvieran ancladas en la tierra, pero los árboles mismos habían decidido viajar con nosotros. Cada vez que un rayo de sol se colaba entre sus ramas, el mundo a nuestro alrededor parecía brillar con más intensidad.
—Cuidado con lo que piensas —me susurraste—, se hace realidad.
Te miré por el rabillo del ojo, sonriendo, mientras tus palabras quedaban suspendidas en el aire. Había algo en esa advertencia que hacía eco en mi interior. Los pensamientos, siempre tan fugaces, tan aparentemente inofensivos, tenían más poder del que solíamos darle crédito.
Seguimos pedaleando, y a cada curva, el paisaje se transformaba. Los árboles ahora flotaban a nuestro lado, sus ramas casi acariciando nuestras bicicletas. Podía sentir la energía en el aire, esa fuerza invisible que provenía de nuestras mentes. Mis pensamientos comenzaban a materializarse, como si las creencias más profundas estuvieran dando forma al camino que seguíamos.
El cielo, los árboles, todo parecía cobrar vida, guiado por nuestras emociones, por los deseos que nunca habíamos expresado en voz alta. Las nubes ya no eran simples cúmulos de vapor. Eran suaves como algodón, pero firmes bajo nuestras ruedas, sosteniéndonos mientras avanzábamos más allá de lo imaginable.
Cada pensamiento que me cruzaba se convertía en parte del viaje. La libertad de estar suspendidos entre el cielo y la tierra, la ligereza de dejar que la mente creara lo que el corazón anhelaba. No era solo un paseo en bicicleta; era un viaje hacia lo que éramos capaces de creer. Y cuanto más creíamos, más podíamos ver.
—Lo que piensas, se hace realidad —repetiste, esta vez más cerca.
En ese instante, entendí el poder que teníamos. Las bicicletas, el cielo, los árboles flotantes… todo era un reflejo de nosotros, de lo que nuestras mentes habían creado. Y así, seguimos pedaleando, no solo por entre las nubes, sino hacia los rincones más profundos de nuestra imaginación, donde todo, absolutamente todo, era posible.