El campo verde y boscoso estaba lleno de vida. Mariposas de colores brillantes revoloteaban de flor en flor, sus alas delicadas acariciando el aire como rumores al viento. Eran pequeñas, pero su vuelo lo llenaba todo, dando la sensación de que el cielo mismo se había derramado en miles de fragmentos multicolores. Algunas eran de un azul profundo, como el cielo en su máximo esplendor; otras, doradas, parecían brillar con la luz del sol. Las había también de un rojo intenso, como las primeras llamas de un fuego al atardecer, y de un verde suave, fundiéndose con la hierba que bailaba al compás de una brisa ligera.
Allí, de pie, observando aquel espectáculo de vida, una mujer sonreía. El mundo se sentía inmenso y pequeño a la vez. Cada mariposa, tan frágil y efímera, parecía consciente de lo breve de su existencia, pero su vuelo era libre, sin ataduras. Se movían sin rumbo fijo, como si supieran que su tiempo era corto pero suficiente para disfrutar del cielo, de las flores, del sol que las acariciaba en su danza interminable.
Los días pasaban rápido, pensaba la mujer, igual que el vuelo de las mariposas. Un momento aquí, otro allá, y de pronto todo desaparece. Pero mientras volaban, ellas parecían saborear cada segundo, como si el presente fuera lo único que importara. Nada las retenía. No conocían de prisas ni de preocupaciones. Simplemente vivían, disfrutando del viento bajo sus alas, del aroma dulce de las flores.
La mujer sentía la brisa en su rostro, observando cómo aquellas pequeñas criaturas llenaban el aire con su liviandad. Se preguntaba si, de alguna forma, los humanos también éramos como ellas. Quizás, en nuestra fugacidad, olvidamos que lo único que realmente poseemos es el instante. Quizás pasamos demasiado tiempo preocupándonos por el mañana, por lo que fue o lo que podría ser, y olvidamos que la vida, al igual que el vuelo de una mariposa, no se mide por su duración, sino por la intensidad con la que se vive.
Ella sabía que viajar, al igual que el vuelo de las mariposas, la había cambiado. Cada lugar que había pisado, cada rostro que había encontrado en el camino, le había dejado una marca, una huella en el alma. Y, a su vez, ella había dejado pequeñas huellas en los lugares por donde pasó, tal como las mariposas dejan una estela invisible de vida con cada batir de sus alas.
Las mariposas no necesitaban estar de acuerdo para volar juntas en la pradera. Eran distintas, cada una con sus colores, sus formas, sus destinos, pero todas compartían el mismo aire, el mismo cielo. La mujer comprendió que en la vida, como en ese vuelo, no era necesario estar de acuerdo con todos para convivir en armonía. Bastaba con respetar la libertad del otro, sabiendo que todos, al final, éramos como esas mariposas: breves, frágiles, pero llenos de un color único, un color que debía brillar mientras durara el vuelo.
Y así, de pie en el potrero verde, con el viento acariciando su piel, la mujer cerró los ojos, respirando profundamente. Sintió la vida correr por sus venas, consciente de lo corta que era, pero también de lo bella. Como una mariposa en su efímero vuelo, decidió, en ese momento, vivir cada día como si fuera un batir de alas, ligero, libre, lleno de color.