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Manual para desaparecer sin dejar rastro

 

 

Era una playa, sí, pero no de esas que aparecen en los mapas. Monte el Barco sonaba más a conjuro que a geografía, y tal vez por eso nos salió tan fácil llegar, como quien dice “abracadabra” y se encuentra del otro lado del espejo.

No había nadie. Ni perros con arena en la lengua, ni vendedores de agua tibia, ni siquiera huellas anteriores a las nuestras. Todo estaba dispuesto como si alguien —algún dios menor del descanso— hubiera hecho una pausa en su eternidad para preparar ese rincón solo para nosotros.

Al principio jugamos a no decirlo, como si al nombrarlo se rompiera el hechizo. Caminamos sin hablar de relojes, ni de lunes, ni de nada que tuviera forma de calendario. El mar, sabio, nos imitaba: venía, tocaba la orilla y se iba sin hacer preguntas. Volvía. Tocaba. Se iba.

Y entonces empezó a pasar. Pequeñas cosas. Las huellas que dejábamos ya no se borraban. Las olas las rodeaban, como si fueran fósiles. El sol, ese cómplice dorado, parecía seguirnos incluso cuando nos metíamos bajo la sombra de las rocas. La arena, cada vez más tibia, casi nos abrazaba los pies como si no quisiera soltarnos.

Una tarde —creo que fue la quinta, aunque ahí los días no se cuentan— notamos que las voces no salían igual. Se quedaban un poco más tiempo en el aire, como flotando, como si la atmósfera del lugar las quisiera para sí. Y no era miedo, no. Era otra cosa. Una especie de certeza suave: estábamos saliendo del mundo, pero sin irnos de él.

Monte el Barco no era solo un lugar. Era un pliegue. Un paréntesis. Un intermedio entre vida y vida. Y lo supimos cuando al volver al carro —porque sí, en algún momento dijimos “es hora”— no recordamos bien cómo habíamos llegado. El GPS marcaba una calle sin nombre, el reloj estaba detenido y nuestros zapatos, aunque secos, llevaban sal de mar en el alma.

Desde entonces, a veces, cuando el ruido de la ciudad nos pesa demasiado, cerramos los ojos, y Monte el Barco vuelve. Porque hay playas que no se visitan con los pies, sino con la memoria. O con la otra cosa es que tenemos, esa que Cortázar nunca se atrevió a llamar alma, pero que también deja huellas invisibles.

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