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Los colores de la lluvia

 

Te juro que fue en el momento justo, cuando la arena todavía me guardaba los pasos y el cielo parecía una fruta abierta. Lo sentí como se sienten las cosas inevitables: sin saber bien cuándo empiezan. Un zumbido leve en el aire, las olas que retrocedían un poco más de lo necesario, como si dudaran de su rutina.

Empezó entonces ese espectáculo descarado que dan los colores cuando saben que se van a apagar. El naranja trepó por las nubes como un gato curioso, el púrpura se desparramó sin pedir permiso, y el azul, pobre azul, se dejó envolver con esa dignidad de los que saben perder.

Y yo caminaba. Pero no era exactamente yo. O al menos no el que había salido de casa esa tarde. Era otro yo, uno que escuchaba a las olas como si le leyeran cartas antiguas, y se detenía a cada tanto solo para quedarse mirando algo que ya no estaba.

Después, claro, vino la lluvia. Pero no como uno espera. No con gotas ni paraguas ni carreras torpes. Fue una lluvia de adentro, como si el atardecer me hubiera regado por dentro. Algo se humedeció en mí y no volvió a secarse. Desde entonces, cada vez que huele a cambio de estación, me llega un eco salado, un calor tibio en los pies, y esa certeza inexplicable de que los umbrales no son para cruzarlos, sino para habitarlos un instante, como quien lee una carta de amor que ya está manchada, pero que todavía dice lo que tiene que decir.

 

 

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