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Los abanicos

 

La casa estaba llena de abanicos. Había tantos que parecía un mercado de verano, con colores que se desplegaban en las mesas, las paredes, y hasta en el pequeño altar junto a la ventana. Eran de seda y papel, de madera pintada y bambú, algunos con delicados paisajes de montañas, otros con flores que parecían temblar al moverlos. Cada uno era diferente, pero todos compartían el mismo propósito: ofrecer una brisa ligera, algo que aliviara la opresión del calor en las tardes interminables.

Ella me había invitado a cenar, una comida que no quería rechazar pero que sabía que sería incómoda. Al entrar, me ofreció uno de los abanicos. “Elige el que más te guste”, me dijo. Su tono era cortés, pero distante, como si nuestra conversación fuera un trámite que debía cumplirse.

—¿Por qué tantos abanicos? —pregunté, mientras elegía uno con motivos de cerezos en flor.
—Eran de mi madre. Coleccionaba cosas bellas, decía que la belleza tenía el poder de sanar. —Su respuesta fue rápida, casi mecánica.

No pregunté más, pero mientras nos sentábamos a la mesa, mi mirada seguía regresando a los abanicos. Cada uno parecía tener una historia, un momento de su vida guardado entre sus pliegues. Quizás por eso los conservaba, aunque decía no darle importancia a esas cosas.

—¿Qué más coleccionaba tu madre? —pregunté, rompiendo el silencio.
—Recuerdos. —Se detuvo, como si buscara las palabras adecuadas. Luego me miró directamente a los ojos, con una intensidad que me incomodó.
—Pero nunca entendí para quién eran esos recuerdos. Para ella misma, o para los demás.

Sentí que la conversación estaba girando hacia un terreno peligroso, uno donde los desacuerdos que habíamos intentado ignorar durante años podrían surgir de nuevo. Sabía lo que ella pensaba de mi forma de recordar: que era egoísta, que siempre seleccionaba las partes que me favorecían, dejando fuera lo que me incomodaba.

—No se honra a los muertos perpetuando sus vanidades —dijo de repente, su voz casi un susurro. Su comentario estaba dirigido a mí, aunque lo envolviera en una generalización.
—¿Y cómo los honras tú? —respondí, sintiendo un leve escalofrío.

Ella se levantó de la mesa y tomó un abanico, uno sencillo, de madera sin adornos. Lo abrió y lo movió lentamente, dejando que el aire fresco alcanzara su rostro.
—No los honro. Dejo que se vayan. —Volvió a mirarme, y esta vez su expresión era más suave, pero igual de firme.

En ese momento entendí que los abanicos no eran para recordar, sino para soportar. Eran su manera de lidiar con el peso de las memorias, con la carga de una madre que vivió para ser admirada, pero que dejó a su hija cargando con su sombra.

Cuando la cena terminó, ella insistió en que me llevara el abanico que había elegido. “Es solo un objeto”, me dijo con una sonrisa ligera. Pero mientras caminaba hacia mi casa, sintiendo el peso del abanico en mi mano, supe que era mucho más que eso.

Era un puente entre nuestras diferencias, una forma de reconocer que nuestras maneras de recordar y olvidar no tenían que ser las mismas. Y, quizás, una forma de entendernos mejor, aunque fuera tarde.

 

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