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Las Musas del Moro

 

En un rincón escondido del mundo, en el río Barranca, se encontraban las Cascadas Las Musas del Moro, un lugar donde la naturaleza susurraba secretos y la brisa danzaba con las gotas de agua. Allí, cada rincón contaba una historia, pero era necesario saber mirar y escuchar con el corazón para descubrirlas.

Al amanecer, el sol se levantaba tímido, pintando el cielo con tonos dorados y naranjas. La luz se filtraba a través de los árboles, iluminando el sendero que conducía a las cascadas. La niebla matutina se alzaba lentamente, como un velo que se descorría para revelar el esplendor del paisaje.

Un joven llamado Sami se aventuró a descubrir ese rincón mágico. Con cada paso, el murmullo del agua crecía, guiándolo como una melodía suave y constante. Al llegar, se detuvo y observó en silencio. Las cascadas caían en un baile perpetuo, susurrando leyendas antiguas mientras el agua cristalina se deslizaba sobre las rocas, creando un espectáculo de espuma y luz.

Sami se acercó al borde, donde la brisa fresca de la cascada le acarició el rostro. Cerró los ojos y respiró profundamente, permitiendo que el aire puro y fresco llenara sus pulmones. Al abrirlos de nuevo, vio algo que lo dejó sin aliento: pequeñas musas, figuras etéreas de luz y agua, danzaban alrededor de la cascada. Se movían con gracia, sus risas como el tintineo de campanas lejanas.

Las musas no eran más grandes que la palma de una mano, pero su presencia llenaba el espacio con una energía vibrante. Sus movimientos eran suaves y elegantes, reflejando la armonía perfecta del entorno. Sami no dijo nada, pero su corazón latía con fuerza, reconociendo la pureza y la belleza de aquel momento.

Las musas parecían conscientes de su presencia. Una de ellas, la más cercana, se acercó y tocó el agua con la punta de sus dedos, creando ondas que se extendieron hasta los pies de Sami. En ese instante, él comprendió que no necesitaba palabras para expresar lo que sentía. La conexión era profunda y sincera, más allá de lo que cualquier lenguaje podría capturar.

En silencio, Sami se sentó junto a la cascada y dejó que el momento se desarrollara. Las musas continuaron su danza, y él, envuelto en la serenidad del lugar, sintió cómo sus propias preocupaciones se disolvían con cada gota de agua que caía. Comprendió que el amor verdadero, la conexión genuina con el mundo y con los demás, se encontraba en esos instantes de pura transparencia y sencillez.

Al final del día, cuando el sol comenzó a descender y las sombras se alargaron, Sami se levantó y se despidió de las musas con una sonrisa. No necesitaba decir nada, porque sabía que habían compartido algo más profundo que las palabras. Se marchó, llevando en su corazón la lección aprendida: la verdadera belleza y amor se encuentran en lo que mostramos y compartimos con sinceridad y sin crueldad, en la pureza de nuestras acciones y en la transparencia de nuestro ser.

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