En Barcelona, frente a un museo que guarda los ecos de siglos de historia, se erigen unas columnas que parecen desafiar el tiempo mismo. Son altas, esbeltas, y llevan consigo el peso de eras pasadas, cada una con una historia grabada en su superficie. Aunque la ciudad bulle con la vida moderna, estas columnas parecen existir en un tiempo distinto, como guardianes de un secreto que solo los que se detienen a mirar pueden entender.
Estas columnas, con su presencia imponente, tienen la capacidad de transportar a aquellos que se atreven a contemplarlas a un lugar que no existe en este mundo, al menos no en la realidad tangible. Es un lugar dentro de uno mismo, un refugio que se encuentra más allá del ruido y la confusión. No se llega allí caminando; se llega con la imaginación, esa herramienta poderosa que los narradores de la mente saben manejar con destreza.
Un hombre se detuvo un día frente a estas columnas, perdido en sus propios pensamientos. Llevaba consigo el peso de los años, de las decisiones tomadas y las oportunidades perdidas. La ciudad a su alrededor seguía su ritmo frenético, pero él, por un instante, se sintió separado de todo. Las columnas lo llamaban, no con palabras, sino con una sensación, una vibración que solo él podía sentir.
Cerró los ojos, y en su mente, las columnas dejaron de ser de piedra. Se transformaron en portales, entradas a un mundo donde las reglas de la realidad no aplicaban. En ese lugar, todo lo que había vivido no era más que un susurro en el viento, un eco lejano. Lo que perduraba era el sentimiento de estar en un espacio seguro, un espacio que solo él conocía.
Abrió los ojos y las columnas estaban ahí, frente a él, inmóviles. Pero algo había cambiado. Ya no las veía como simples estructuras de un museo. Ahora, eran guardianes de ese espacio interior que había encontrado, ese lugar que no necesitaba ser real para tener poder. Era ilusorio, sí, pero también era un refugio, un lugar donde podía reconciliarse con el pasado y encontrar la paz en el presente.
El hombre se dio cuenta de que este lugar en su mente, aunque no tangible, era tan real como la ciudad que lo rodeaba. Las columnas se convirtieron en un símbolo de ese espacio, un recordatorio de que, sin importar lo que ocurriera en el mundo exterior, siempre había un lugar en él que permanecía intacto, inalterado por el paso del tiempo.
Se alejó del museo, sabiendo que podía regresar a ese lugar cuando lo necesitara, simplemente cerrando los ojos y dejando que su imaginación lo guiara. Las columnas seguirían ahí, vigilando, esperando. Porque en ese lugar ilusorio y fantástico, donde la realidad no tiene poder, es donde el verdadero yo encuentra su hogar.