El calor del mediodía envolvía el aire mientras el bote se deslizaba lentamente sobre las aguas turbias del río Tárcoles. El río, oscuro y misterioso, cargaba el peso de historias no contadas. Las nubes perezosas se reflejaban en la superficie, distorsionadas por las suaves ondulaciones que dejaba la embarcación a su paso. Cada giro del timón revelaba nuevos rincones, orillas donde la vegetación densa parecía abrazar el cauce como si intentara mantenerlo en secreto.
Los cocodrilos, esos vigilantes antiguos, dormían a la sombra de los manglares o se deslizaban sigilosos bajo el agua, apenas visibles salvo por la breve aparición de sus ojos, que asomaban a la superficie para observar a los intrusos. En ese entorno, el tiempo parecía ralentizarse, cada minuto desdibujándose en el calor pegajoso y el olor a agua estancada.
El río corría lento, como si también estuviera buscando algo, algo más allá de sus propias aguas, algo más allá de sí mismo. Al fondo, donde la brisa del mar comenzaba a entremezclarse con el aire cálido del río, se divisaba el horizonte. Allí, la unión inevitable entre el Tárcoles y el vasto océano, una fusión de dulce y salado, de lo que había sido y lo que siempre sería. El río, que había arrastrado con él trozos de tierra, recuerdos de pueblos olvidados y ecos de vidas pasadas, se entregaba al mar, como si supiera que esa unión era su destino final, su rendición inevitable.
El guía señalaba la silueta inconfundible de un cocodrilo que se movía con la corriente, su cuerpo oscuro deslizándose sin prisa. “Ahí está,” murmuró, pero nadie respondía. Todos miraban, absortos en la quietud del animal y en el poder que emanaba de su simpleza. No había miedo, solo respeto por una criatura que vivía en su propio reino, en su propio tiempo.
Y mientras el bote seguía su curso, un pensamiento flotaba en el aire, igual de denso que el calor. ¿Qué era la muerte en realidad? ¿Era el fin, como el río que se unía al mar, o era solo el comienzo de otra cosa, de algo más vasto y profundo? Decir que no se puede vencer a la muerte en su propio territorio, entre esas aguas oscuras, parecía cierto. Pero, ¿qué hay de los que ya han muerto en vida? Aquellos que viven sin propósito, arrastrados como el limo por el río, esperando el momento de disolverse en el olvido.
El tiempo, ese testigo silencioso, seguía su marcha. Las horas, los minutos, los segundos… todos pasaban sin detenerse, como el río que fluía hacia el mar. Cada segundo, una oportunidad perdida o ganada, cada instante, una decisión de vivir o simplemente existir. Algunos, como los cocodrilos en el río, dominaban su entorno, sabiendo exactamente quiénes eran y hacia dónde iban. Otros, como los que miraban desde el bote, todavía estaban buscando, esperando encontrar lo que ya tenían frente a ellos.
El río Tárcoles no daba respuestas. Pero en su unión con el mar, en esa fusión lenta y definitiva, revelaba una verdad silenciosa: no se puede vencer a la muerte, pero se puede vencer el miedo a vivir.