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La libertad no es un destino

 

 

En el atardecer dorado de Kioto, entre las 5 y las 6 de la tarde, las calles de Gion parecían suspendidas en un tiempo que no pertenecía ni al pasado ni al presente. La luz caía sobre las casas de madera color café, acariciando las esteras de mimbre que colgaban de las ventanas para protegerlas del sol. Cada paso resonaba contra el pavimento, y el aire estaba impregnado de un leve aroma a incienso y a té recién servido.

Takao caminaba sin prisa, con las manos en los bolsillos, dejando que el tiempo se deslizara a su alrededor. Frente a una de las casas de las geishas, una lámpara encendida proyectaba una luz tenue, como si invitara a los transeúntes a entrar en un mundo secreto y ajeno. Takao se detuvo frente a esa casa. Algo en la luz de la lámpara lo inquietaba, como si estuviera dirigida exclusivamente a él, como si quisiera contarle un secreto que nadie más podía escuchar.

Dentro, apenas visibles tras las esteras de mimbre, unas figuras se movían con la delicadeza de quien mide cada gesto. Takao pensó en el tiempo, en cómo se deslizaba por sus manos como el agua en un río. Había renunciado a muchas cosas para estar aquí, caminando sin rumbo por Gion. Dejó un empleo que lo consumía, una relación que lo ataba, y una vida que se sentía más como una jaula que como un hogar. Había leído una vez que el tiempo y la libertad eran lo más valioso que el dinero podía comprar, pero ahora que tenía ambas cosas, no estaba seguro de qué hacer con ellas.

Una geisha salió de la casa en silencio, sosteniendo un paraguas lacado que brillaba como un charco de aceite bajo la luz de la lámpara. Al pasar junto a Takao, sus miradas se cruzaron por un instante. En esos ojos negros y serenos, Takao creyó ver un destello de comprensión, como si esa mujer supiera exactamente lo que sentía. Antes de que pudiera decir algo, ella se desvaneció entre las sombras de las callejuelas.

Takao permaneció un momento más frente a la lámpara, sintiendo que algo invisible lo mantenía allí, como si la casa quisiera decirle algo más. Pero el tiempo continuó fluyendo, y él finalmente se alejó, dejando la lámpara y sus secretos detrás.

Mientras caminaba hacia el horizonte teñido de oro, comprendió que la libertad no era un destino, sino un camino que debía aprender a recorrer, paso a paso, sin prisa. Y en ese momento, con el sol desapareciendo detrás de los tejados de Gion, Takao sintió que quizás, por primera vez en mucho tiempo, había encontrado un lugar dentro de sí mismo al que podía llamar hogar.

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