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La flor del recuerdo

 

La encontré sin buscarla, como suele pasar con las cosas que cambian la trama secreta del mundo. Estaba al borde del sendero, entre la maleza húmeda y el susurro perpetuo de la montaña. Una flor minúscula. Amarilla con bordes naranjas, como si el sol la hubiera besado demasiado cerca.

Me agaché. No para tocarla —porque hay cosas que se miran o se arruinan— sino para entender por qué me miraba de vuelta. Y sí, me miraba. No con ojos, claro. Con eso otro que tienen algunas cosas vivas: esa intensidad callada que te interroga sin palabras.

Fue ahí cuando la recordé a ella. La forma en que huía de sí misma mientras reía. Su costumbre de detenerse sin aviso, como si escuchara algo que yo no podía oír. Siempre quería caminar hacia lo más denso del bosque, hacia donde los mapas dejaban de tener sentido.

“En los lugares donde nadie va, florecen las respuestas que nadie se atreve a hacer”, me dijo una vez, justo antes de desaparecer entre los árboles. Yo no entendí nada entonces. Ahora, quizás un poco.

Desde que se fue —porque irse era parte de su manera de quedarse— la busco sin buscar. En hojas caídas, en pájaros que cambian de canto a media frase, en esta flor que no debería estar aquí, tan sola, tan ferozmente viva.

El aire en esta parte de la montaña es más espeso, como si guardara secretos. Todo suena más cerca, incluso el silencio. Caminé un poco más, siguiendo nada, y entonces me pareció verla. No del todo. Algo de su andar, de su perfume leve y extraño. Un movimiento entre sombras. O una ilusión del verde.

No la llamé. A veces el amor es eso: no interrumpir la fuga del otro, sino acompañarla a distancia. Ser sombra fiel sin pedir luz.

La flor sigue ahí, al borde del sendero. No la arranqué. Le dejé una hebra de mi camisa, como quien paga un peaje a lo invisible. Y seguí andando, sabiendo que en esta jungla que no figura en los mapas, cada paso puede ser un regreso, o un principio.

 

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