El murmullo del agua se escuchaba desde lejos, un sonido que se iba intensificando con cada paso que daba. La selva, espesa y vibrante, parecía abrirse solo para él, revelando un sendero que serpenteaba entre árboles gigantes y helechos que rozaban sus piernas. La promesa de la catarata al final del camino lo guiaba, como un faro en medio de la naturaleza salvaje.
Había llegado hasta allí no solo por la belleza del lugar, sino por la emoción que había sentido desde el momento en que decidió emprender ese viaje. Cada detalle, desde la elección del destino hasta la preparación de su mochila, había sido una fuente de alegría. La anticipación, la sensación de que algo maravilloso estaba por suceder, había sido su compañera desde que comenzó a planearlo.
Finalmente, después de una caminata que parecía tanto un reto como una recompensa, llegó al borde del claro. Allí estaba la catarata, imponente y serena al mismo tiempo. El agua caía con una fuerza que resonaba en sus oídos, pero al mismo tiempo, el sonido era suave, como un susurro constante que invitaba a la calma. El rocío fresco que levantaba el agua lo alcanzó, una caricia suave en su rostro que lo hizo cerrar los ojos y respirar profundamente.
Se acercó al borde del río, y sin pensarlo dos veces, se quitó las botas y metió los pies en el agua cristalina. El frío le recorrió el cuerpo, un contraste refrescante con el calor que había sentido durante la caminata. Se agachó, dejando que el agua fluyera entre sus dedos, observando cómo se deslizaba sobre las rocas lisas y brillantes. Cada gota parecía contar una historia, un viaje propio, desde las alturas hasta el lecho del río.
Miró a su alrededor, y todo lo que veía era vida. Los árboles se alzaban majestuosos, como guardianes de ese rincón escondido del mundo. Las hojas se mecían suavemente con la brisa, y el canto de las aves se mezclaba con el sonido del agua. Era como si la naturaleza misma le estuviera dando la bienvenida, agradeciendo su presencia.
Sentado en una roca, dejó que la felicidad que había sentido antes del viaje lo inundara por completo. Comprendió que no era solo el destino lo que le daba alegría, sino todo el proceso, todo el viaje en sí. La felicidad había comenzado mucho antes de llegar allí, en el momento en que decidió escapar de la rutina, en la emoción de saber que pronto estaría rodeado de naturaleza, de algo más grande que él mismo.
Y ahora, allí, frente a la catarata, con el agua fresca tocando su piel y la belleza natural envolviéndolo, sintió que todo valía la pena. Había encontrado no solo un lugar en el mundo, sino un lugar dentro de sí mismo donde la felicidad no era un destino, sino un camino.