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La Curva del Barro

 

 

En un pequeño taller al pie de las montañas, rodeado por un silencio interrumpido solo por el suave murmullo del viento, una alfarera trabajaba con dedicación. Sus manos, curtidas por años de moldear barro, conocían cada detalle, cada textura, cada curva que transformaba la arcilla en obras de arte. A su alrededor, tinajas de todos los tamaños y formas descansaban en estantes de madera, cada una con su propio carácter, cada una con una historia esperando ser contada.

El taller, iluminado por la luz cálida del atardecer, era un refugio de creatividad y calma. En el centro, la alfarera se inclinaba sobre la rueda, sus dedos danzando con una precisión que solo el tiempo y la pasión podían otorgar. Con movimientos lentos y cuidadosos, el barro húmedo tomaba forma bajo su toque, girando y girando hasta que una nueva tinaja comenzaba a surgir.

Mientras trabajaba, la alfarera pensaba en la curva perfecta, esa que, a pesar de haber moldeado miles de veces, nunca dejaba de fascinarla. No era solo una curva física; era una metáfora de algo más profundo, de algo que había descubierto en sí misma con cada pieza que había creado.

Recordó cómo, años atrás, cuando empezó a trabajar el barro, alguien le había dicho que la curva más perfecta que podría crear no estaría en una tinaja, sino en su propia sonrisa. Al principio, no entendió lo que eso significaba, pero con el tiempo, mientras moldeaba y observaba cómo sus piezas tomaban vida, comenzó a comprender.

La sonrisa, esa curva tan natural y tan humana, era un reflejo del alma, de la alegría que encontraba en cada acto creativo. No importaba cuántas veces sus manos moldearan la arcilla, siempre había algo nuevo que descubrir, una nueva forma de expresar lo que llevaba dentro. Y esa sonrisa, esa curva en su rostro, era un testamento de su amor por lo que hacía.

Cada tinaja que creaba era un recordatorio de la importancia de mantener esa curva viva, de no dejar que la vida, con sus dificultades y desafíos, la convirtiera en una línea recta, rígida y sin vida. La sonrisa, como sus obras, debía ser cuidada, protegida, nutrida, para que no se desvaneciera en la monotonía.

Al terminar la tinaja, la alfarera la levantó, observando las curvas suaves que había creado. Era una pieza más, pero al mismo tiempo, era única. La colocó con cuidado en un estante, junto a otras que habían surgido de sus manos y de su corazón. Y al hacerlo, una suave sonrisa curvó sus labios, una sonrisa que, como las tinajas, reflejaba la armonía y la belleza que encontraba en su arte.

Salió del taller, dejando atrás el murmullo del barro y el eco de las ruedas giratorias. Afuera, el sol comenzaba a desaparecer tras las montañas, bañando el mundo en una luz dorada. Caminó despacio, sintiendo el fresco de la tarde en su piel, y mientras lo hacía, recordó las palabras que tanto tiempo atrás la habían inspirado.

Sí, la curva más provocadora, la que más la excitaba, no era la más cóncava de una tinaja ni la línea perfecta en una obra de arte. Era su propia sonrisa, esa curva que, con cada día y con cada nueva creación, se mantenía viva, plena de vida y de amor por lo que hacía.

Y mientras el día se desvanecía en la noche, supo que, mientras cuidara esa sonrisa, mientras la alimentara con el arte y la pasión que llenaban su vida, nunca se perdería en una recta infinita. Porque, al igual que sus tinajas, su sonrisa era el reflejo de algo más profundo, de una alegría que nunca dejaría de curvar sus labios.

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