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Fluir al ritmo de las olas

 

 

Los pies se hundían en la arena blanca y húmeda, tan suave que parecía crema bajo la piel. Cada paso dejaba una huella efímera, que el agua acariciaba hasta hacerla desaparecer, como si nunca hubiera existido. El cielo se fundía en un horizonte sin fin, y el mar, inicialmente turquesa, mutaba en un verde profundo, casi misterioso, a medida que las olas rompían contra la orilla. Aquel rincón del mundo no conocía el tiempo, solo la quietud que resonaba en la brisa salada.

Los caracoles se desparramaban por la orilla, pequeños tesoros ocultos entre la arena, sus formas perfectas como obras de arte modeladas por el vaivén de las olas. Las ostras, con sus bordes ásperos y caparazones opacos, esperaban, atrapadas en su secreto, conteniendo mundos diminutos de brillo. Cada tanto, un destello entreabierto revelaba el matiz nacarado de su interior, como si la playa misma respirara.

El agua se deslizaba en un vaivén hipnótico, lamiendo la arena en movimientos suaves y repetidos, susurrando secretos al hombre que se encontraba de pie junto a la marea. No había ruido, solo el canto monótono y rítmico del océano. El viento jugaba con su cabello y le traía el olor del mar, ese aroma que parecía calmar todos los sentidos. A lo lejos, las olas más grandes dibujaban siluetas de espuma, transformando la escena en un cuadro en movimiento, siempre cambiando, siempre el mismo.

El hombre cerró los ojos por un momento, dejándose envolver por esa serenidad infinita. No pensaba en nada concreto, solo se sentía parte de la marea, de la arena, del cielo. El sol, apenas escondido entre nubes perezosas, se reflejaba en el agua, creando destellos que bailaban en la superficie como si el océano hubiera atrapado fragmentos de estrellas.

La playa era suya en ese instante. No había otra presencia, solo el sonido de las olas, el tacto de la arena húmeda entre sus dedos y la luz que se filtraba a través de las palmas cercanas, donde las hojas verdes se balanceaban perezosamente en el viento. La tranquilidad lo abrazaba como un susurro, como una melodía que no necesitaba palabras.

Un caracol se encontraba atrapado en una pequeña poza, su espiral perfecta brillaba bajo el sol como un tesoro escondido. El hombre lo recogió, sintiendo su peso ligero en la palma, observando cada detalle de su superficie antes de dejarlo de nuevo en la arena. Se dio cuenta de que todo en ese lugar, cada pequeña cosa, estaba en completa armonía. La vida no se apresuraba, no corría, solo fluía al ritmo de las olas.

El azul turquesa volvía a mezclarse con el verde a lo lejos, y el hombre sonrió, sabiendo que ese momento, como los caracoles y las ostras, permanecería oculto en algún rincón de su memoria, siempre recordado, siempre esperando ser redescubierto.

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