En la penumbra, las flores apenas se distinguían. Sus contornos se fundían con la oscuridad, como si su propósito hubiese sido olvidado. El aire estaba cargado, denso de incertidumbre, de esas preguntas que nunca encuentran respuesta. El suelo húmedo las sostenía en su silencio, las hojas caídas formaban un lecho donde la vida parecía haberse detenido, congelada en el tiempo.
Un destello, una ráfaga de luz, atravesó la negrura. No fue algo dramático, ni heroico. Simplemente sucedió, como ocurren tantas cosas que parecen casuales. Un filtro invisible proyectó la luz en líneas delgadas, pequeñas franjas doradas y verdes que viajaron por el aire y encontraron a las flores.
Primero, un solo pétalo respondió, vibrando suavemente. Luego otro. El rayo de luz era delicado, casi tímido, pero las flores lo aceptaron. La luz las tocó, pero no de golpe; las iluminó desde el centro, hasta que lentamente la oscuridad cedió. Sus colores, sepultados bajo las sombras, comenzaron a emerger, tímidos, como si dudaran si ese destello era real o solo otra de las eventualidades del caos.
La luz filtrada se extendió, revelando algo más que flores. Era una danza tenue, una tregua entre la oscuridad y la vida que parecía tan incierta como el incienso que se desvanecía en el aire. El perdón estaba en cada línea de luz que les devolvía el alma perdida. Las flores no pedían nada. No era el dinero ni el peso de los días lo que las movía. Era la chispa inesperada, la contingencia de la luz, la simple oportunidad de volver a ser, aunque fuera por un instante, lo que siempre habían sido: vida.
Y en ese breve destello, no había lugar para la tristeza ni para el arrepentimiento. Las flores, ahora vibrantes en la penumbra, no pedían nada. Solo existían.