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Éxito de años de sol y sal

 

 

El sol se alzaba fuertemente va en busca del sobre el horizonte, derramando un oro líquido sobre el mar turquesa que se extendía sin fin. A la orilla en la playa, varias pequeñas canoas flotaban tranquilas, como si formaran parte de la propia marea, apenas rozando la superficie del agua. Los pescadores que las tripulaban eran sombras en la luz brillante, figuras silenciosas que se movían con la cadencia de la vida misma, sus cuerpos fundidos con los remos en un ritmo antiguo y sagrado.

Las piedras redondeadas, descansaban en la orilla, de una isla casi desierta, pero testigos inmóviles de la jornada que comenzaba. Sus superficies, pulidas por las olas y el tiempo, brillaban bajo los primeros rayos de sol, como joyas abandonadas por el mar. Cerca de ellas, los pies de los pescadores rozaban la arena cálida mientras preparaban sus redes, enraizados en una tradición tan vieja como las corrientes que los rodeaban.

El calor del día era intenso, abrazando todo con un manto invisible, pero en ese momento, era apenas una caricia, una promesa de lo que vendría. Los hombres, curtidos por años de sol y sal, no le temían; lo aceptaban como parte de su mundo, un recordatorio de que estaban vivos, de que cada respiración era un triunfo. Con cada remo que se hundía en el agua, sentían el éxito en sus venas, no por la captura que aún estaba por venir, sino por el simple hecho de estar allí, en medio de ese vasto mar, rodeados de todo lo que necesitaban para ser plenos.

El mar, vasto e inmutable, los acogía, dejando que sus canoas flotaran en su superficie como hojas llevadas por la corriente. A su alrededor, el agua clara revelaba las sombras de peces que nadaban en las profundidades, indiferentes al paso de los hombres. El éxito no era la captura, sino la conexión, la comunión entre el hombre y el mar, entre el remo y el agua, entre el sol y la piel.

Ellos eran parte de todo, y todo era parte de ellos. En cada remada, en cada gota de sudor que caía al agua, en cada red lanzada con esperanza, los pescadores sentían el éxito que no se medía en riquezas ni en conquistas, sino en la vida misma. El éxito estaba en la resistencia, en el simple hecho de seguir adelante, de respirar bajo el sol abrasador, de enfrentarse al abandono del mundo moderno con la certeza de que el mar, las piedras, el sol y el calor, todo a su alrededor, también formaba parte de ese éxito.

Las canoas permanecieron a la espera de su viaje sobre el agua turquesa, para llevar consigo no solo a los pescadores, sino también el espíritu de éxito que impregnaba cada rincón de ese día. Porque, como sabían en lo más profundo de su ser, ellos eran éxito simplemente porque existían, porque vivían, y porque, al final del día, el mar siempre les devolvía algo, aunque fuera solo la certeza de que pertenecían a él.

 

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