El sendero serpenteaba entre hileras de cipreses, altos y oscuros, que se alzaban como guardianes inmóviles del tiempo. Su verdor denso y casi impenetrable parecía contar historias antiguas mientras la briza se deslizaba entre sus ramas. Bajo la sombra que proyectaban, las figuras esculpidas de la naturaleza tomaban forma en medio del pringo de oro que cubría el suelo, brillando como destellos de sol atrapados en la hierba.
Entre los cipreses, un hombre caminaba lentamente, dejando que sus pasos lo guiaran sin rumbo, absorbiendo el arte que lo rodeaba. No era el arte de las galerías, ni de los museos, sino el de la tierra misma, que moldeaba sus propios monumentos. Los olivos, retorcidos por el paso de los siglos, se inclinaban aquí y allá, sus troncos nudosos y grises narrando en silencio las batallas que habían librado contra el viento y el tiempo. Sus hojas plateadas destellaban a la luz del sol, como si en cada destello se escondiera un secreto.
A lo lejos, se alzaban esculturas verdes, figuras talladas por manos invisibles, que crecían lentamente, día tras día, bajo la mirada vigilante de los cipreses. Las sombras de las hojas formaban patrones que se deslizaban suavemente por el suelo, creando mosaicos efímeros que se desvanecían con cada cambio en la luz. El hombre se detuvo frente a una de esas esculturas vivas, un corazón de plantas, un corazón vivo, una masa de arbustos y ramas que se enredaban entre sí, creando una figura que parecía cobrar vida al mirarla detenidamente. Era como si la tierra misma hubiese querido expresarse, crear algo eterno en su mutabilidad.
Él se sentó en el suelo, postrado frente a esa obra de arte natural, dejando que el aroma de los olivos y el pringo de oro lo envolviera. Quería escribir. No, más que eso: quería arder por dentro, dejar que el fuego de sus pensamientos y emociones brotara desde lo más profundo de su ser, como el crecimiento imparable de esos árboles milenarios. Sentía que algo dentro de él estaba por salir, algo que necesitaba ser plasmado en palabras, pero no las que acostumbraba a escribir. No, esta vez quería que cada palabra fuera como una hoja que crece en la rama más alta de un ciprés, fuerte y viva, aunque destinada a caer algún día.
Mientras las nubes pasaban perezosas sobre el cielo, el hombre cerró los ojos, dejando que el arte a su alrededor entrara en su ser. Quería que esas esculturas verdes, esos cipreses y olivos, ese brillo dorado del pringo de oro, se convirtieran en parte de él. Quería que lo que saliera de su interior no fuera solo escritura, sino algo que creciera, que vibrara con la misma vida que sentía en ese momento. Quería sentir cada palabra brotar, retorcerse como las ramas de los olivos, erguirse como los cipreses, brillar fugazmente como el oro atrapado en la tierra.
Y entonces, con la primera ráfaga de viento que sacudió suavemente las hojas, empezó a escribir, no con la mente, sino con el alma, dejando que cada palabra fuese un reflejo de esa vida secreta que latía en el corazón del bosque.