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Entre las sombras de la búsqueda

 

Desde la torre mirador, Tokio se extendía como una marea de luces que parecían disolverse en el cielo, como si la ciudad misma fuera una promesa de algo que nunca podría cumplirse del todo. La vastedad de las calles, los edificios, los ríos de sombras que se entrelazaban, todo parecía un sueño incompleto, una secuencia interminable de luces y sombras. Kaito observaba desde el alto ventanal, como una figura aislada, un espectador en un teatro sin público.

Esa noche, el viento arrastraba las voces de la ciudad hasta la cima de la torre, donde el eco se desvanecía antes de ser escuchado. Nadie más en el mirador, nadie que pudiera compartir el silencio de la altura. Solo Kaito, que sentía la desconexión del mundo y de sí mismo. Al igual que la ciudad, él era un pulso, pero uno en el que nadie parecía interesarse. En ese vasto escenario, su existencia se disolvía como las luces en el horizonte.

En su bolsillo, una carta. Había llegado esa mañana, firmada por una mujer que nunca había conocido, con palabras que no entendía pero que sentía como propias. “La torre está en tu interior”, decía. “Solo quien ha subido puede ver el abismo”. Kaito la había leído una y otra vez, y en sus páginas había encontrado algo que no se podía explicar. Algo que lo unía a esta ciudad, a este lugar que nunca entendió del todo pero que lo había absorbido, sin opción de escape.

En el suelo, las luces de Tokio parpadeaban y se fusionaban con el cielo, un mar de posibilidades y sueños rotos. Kaito había venido a la torre para encontrar algo, una respuesta, tal vez una señal. Pero lo único que encontraba era la quietud de una ciudad que nunca dormía, que nunca dejaba de moverse, aunque él se sintiera detenido, flotando entre las nubes, buscando el más allá que no llegaba.

A su alrededor, las promesas se desvanecían como niebla, y la torre, que tocaba el cielo, se volvía solo un recuerdo. Un vestigio de lo que nunca sería. Kaito comprendió, en ese momento, que la ciudad nunca lo había llamado. Tokio era un lugar de tránsito, un laberinto sin salida, y él, al igual que todos, era solo una figura que se desvanecía entre las sombras de su propia búsqueda.

Pero mientras la ciudad continuaba su vibrante danza de luces y sombras, Kaito se quedó allí, mirando el horizonte, sin prisa, aceptando el misterio de lo inalcanzable. La torre, con su luz distante, lo había visto llegar, pero jamás lo había esperado. Y en la inmensidad de la ciudad, Kaito entendió finalmente que lo que buscaba no estaba allá abajo, sino en el eco que quedaba en su pecho, en las palabras nunca pronunciadas, en la quietud que lo rodeaba.

 

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