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En el silencio compartido

 

 

En lo alto del volcán Irazú, donde las nubes parecían rozar la tierra, se extendía la laguna de un azul turquesa, brillante y cautivadora. Aquella agua, encajada en el cráter del gigante, era un reflejo de los cielos despejados, pero también un espejo de las emociones profundas que yacían en el corazón de quienes la contemplaban.

Él se encontraba de pie, mirando la laguna, sintiendo cómo el viento frío de la altura cortaba su piel, pero despertaba algo cálido dentro de él. A su lado, ella permanecía en silencio, su presencia tan serena y constante como las aguas tranquilas del cráter. No necesitaban palabras, porque lo que compartían era más profundo que cualquier conversación.

Recordaba cómo había sido conquistado por ella, por su esencia madura y su forma de estar en el mundo. No era una pasión desbordante, sino un fuego lento, persistente, que había crecido con los años. Su amor no era la tormenta que sacudía el volcán, sino la calma después del rugido, cuando la tierra se aquieta y la laguna azul resplandece en su máximo esplendor.

Miró sus ojos, y en ellos vio la misma profundidad que en aquella laguna. Era un amor que había nacido de la admiración y del respeto, de la comprensión mutua y del deseo compartido. No era el tipo de amor que buscaba conquistar rápidamente; era un amor que había esperado su momento, que se había sedimentado como las capas de tierra que formaban aquel volcán, creando algo sólido e inquebrantable.

A su lado, en ese lugar tan cerca del cielo, sentía que todas las pasiones vividas, los cariños y las lágrimas derramadas, se fusionaban en un solo sentimiento, profundo y duradero. Lo que habían imaginado juntos, lo que habían llorado y gozado, perduraba en sus corazones, como aquella laguna que no desaparecía, sino que se mantenía, vibrante y hermosa, a pesar del tiempo y de las circunstancias.

Ella, la mujer madura que había llegado a su vida cuando más lo necesitaba, era la que ahora lo silenciaba con su presencia. No necesitaba hablar para transmitir lo que sentía, porque en su mirada y en su gesto, todo quedaba dicho. Había una serenidad en ella, una certeza que le daba paz.

El volcán Irazú, con su imponente cráter y su laguna de azul intenso, se convirtió en el símbolo de su amor. Un amor que, como el volcán, podía haber pasado por erupciones y temblores, pero que ahora se mantenía firme, sereno, reflejando en sus aguas la pureza de lo que realmente importaba.

Allí, frente a ese espectáculo natural, comprendió que la verdadera felicidad no era algo que se buscaba desesperadamente, sino algo que se encontraba en el silencio compartido, en la compañía constante y en el amor que, como las aguas de la laguna, perduraba en el tiempo, inmutable y eterno.

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