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Ella y la morfo

 

 

El sol de la mañana acariciaba la piel, cálido y suave, mientras el sonido sutil del viento jugaba con las hojas. En medio de un claro, ella se sentó sobre la hierba fresca, los ojos cerrados, sintiendo cómo su pulso latía en sintonía con la tierra. Cada latido era un murmullo que resonaba en su pecho, como el ritmo antiguo de la vida misma.

A lo lejos, una mariposa morfo azul flotaba en el aire, danzando entre los rayos dorados de luz que se filtraban entre las ramas. Su vuelo era lento, delicado, como si el tiempo no existiera. Sus alas, brillantes e iridiscentes, se abrían y cerraban al compás de una música silenciosa, proyectando destellos que parecían teñir el aire de esperanza.

El corazón de ella palpitaba con una serenidad profunda, como si cada latido le recordara su conexión con todo lo que la rodeaba. No había prisa. No había ansiedad. Solo ese pulso constante, una vibración suave que se mezclaba con la brisa, con el susurro del agua cercana, con el murmullo de las hojas. Todo formaba una sinfonía tranquila, una melodía que se entrelazaba con su propio ser.

Sintió su respiración fluir, lenta, cada inhalación cargada de vida, cada exhalación liberando las preocupaciones del pasado. Su temperatura interna se equilibraba con el aire fresco, mientras la luz del sol acariciaba su rostro. En ese momento, entendió que la sabiduría no estaba en el conocimiento adquirido, sino en la paz de sentirse uno con el mundo. La mariposa morfo, siempre flotando cerca, era un símbolo silencioso de esa verdad, de esa libertad que solo se encuentra al rendirse al presente.

Era amor. Amor por la vida, por el instante, por el simple hecho de existir. La mariposa se posó sobre una hoja cercana, descansando brevemente antes de retomar su vuelo, como un recordatorio de que la belleza y la esperanza se encuentran en los momentos más simples.

 

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