Desde la orilla del lago Kawaguchiko, miré hacia el Monte Fuji, rodeado de un cielo despejado donde flotaban nubes dispersas. El agua era un espejo que reflejaba un azul verdoso imposible de describir sin sentir que las palabras se desmoronan al salir de la boca.
Había llegado hasta allí tras un impulso: una fotografía en una revista vieja, un paisaje atrapado entre páginas, y una sensación inexplicable de que ese lugar guardaba algo para mí. Vendí un reloj caro que nunca quise realmente, un capricho que compré para impresionar a alguien que ni siquiera recordaba ya. Las cosas que se pueden comprar con dinero son así: aparecen, se van, y apenas dejan una huella.
Me senté junto a un árbol y dejé que la brisa me envolviera. Había algo en ese paisaje que parecía susurrarme al oído, como si el Fuji, las nubes y el agua supieran algo que yo aún no entendía. Era una lección que no podía comprarse, algo más profundo, más humano.
Y el azul verdoso del lago pareció asentir, como si lo supiera desde siempre.