El sol brillaba en lo alto, su luz dorada acariciaba la arena, calentándola bajo los pies desnudos. Las olas del mar rompían suavemente en la orilla, llevando consigo el murmullo eterno del océano, ese sonido que es a la vez una canción de cuna y una llamada a la aventura. El agua salada lamía la piel, dejándola cubierta de un brillo cristalino, una caricia líquida que recordaba la vastedad del mundo y la pequeñez del ser humano frente a él.
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y unas latas de atún. La vida siempre me pareció algo a lo que había que prepararse, algo lleno de riesgos y eventualidades que debía prever. Siempre temí lo impredecible, lo desconocido. Pero ahora, en este último capítulo de mi existencia, me doy cuenta de cuánto me he perdido.
Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano. Me despojaría de todas esas precauciones que alguna vez creí esenciales y dejaría que la vida misma me sorprendiera. Andaría descalzo a principios del invierno, sintiendo el despertar de la tierra bajo mis pies, y seguiría así hasta el final del verano, cuando las hojas caen y el mundo se prepara para el sueño invernal.
Daría más vueltas en autobuses, ese transporte que siempre evité por parecer demasiado trivial, demasiado cargado. Contemplaría más amaneceres, esas breves explosiones de luz que marcan el inicio de cada día y que tantas veces he ignorado por estar demasiado ocupado, demasiado preocupado por lo que vendría después. Y jugaría con más niños, esos seres pequeños y llenos de vida que siempre ven el mundo con ojos nuevos, sin las cargas del pasado o las ansiedades del futuro.
Pero ya ven, mis años pesan, y sé que me estoy muriendo. Es irónico cómo la certeza de la muerte me ha dado una claridad que nunca tuve en la vida. Ahora, cuando el tiempo se me escapa como arena entre los dedos, veo con claridad lo que realmente importa. No son los temores ni las previsiones, sino el disfrute simple y puro de la existencia. La calidez del sol, la textura de la arena, el abrazo del mar, y la risa que surge al jugar.
El océano sigue su curso, indiferente a la fugacidad de una vida humana. Las olas van y vienen, como siempre lo han hecho, y seguirán haciéndolo mucho después de que yo me haya ido. Pero en este momento, aquí y ahora, estoy en paz. La vida, en toda su complejidad y sencillez, ha sido suficiente. El mar me lo susurra, la arena me lo confirma, y el sol me lo muestra: disfrutar la vida no es un lujo, es una necesidad.
Y así, mientras el sol comienza a descender en el horizonte, me permito un último regalo: me dejo caer en la arena, sintiendo cómo se amolda a mi cuerpo, y cierro los ojos. El sonido del mar se convierte en un arrullo, y en este susurro eterno, me dejo llevar, sabiendo que he encontrado, finalmente, lo que siempre había buscado: la paz en la simpleza de vivir.