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El tigre en la piedra

 

En el camino que lleva hacia la Fortuna, donde los árboles antiguos proyectan sombras bailarinas bajo la luna, se alzaba una roca imponente, testigo silencioso de historias que tejían el tiempo. En su abrazo reposaba majestuoso un tigre de piedra, su figura esculpida en la eternidad de la roca.

Este tigre de piedra representaba fuerza y coraje, su mirada firme en el horizonte como si intuyera su destino de desafiar los vientos y las tormentas. Pero bajo esa apariencia de poder, ocultaba una dualidad poco conocida.

Un día cualquiera, una brisa susurrante llevó el eco de un suspiro quebrado, una melodía triste que se fundía con el murmullo del viento entre las hojas del bosque seco. Era el lamento de una joven que buscaba entre las grietas de la roca los fragmentos de un sueño no cumplido.

Las burbujas de alegría que alguna vez danzaron en su corazón ahora caían como piedras, dejándola rota y vulnerable ante el desencanto. Noche tras noche, sus lágrimas se perdían en la inmensidad de sus mejillas, buscando sanar heridas invisibles y hallar la fuerza para recomponerse.

Las paradojas de su realidad se tejían como hilos de una cadena rota, entrelazándose en un juego de luces y sombras. Comprendía que los momentos más luminosos también traían consigo las sombras más profundas, como cicatrices de cuchillas que aún sangraban en su alma.

En medio de su dolor, alguien la escuchaba desde la distancia, ocultando el nombre que resonaba en sus pensamientos. Era el tigre de piedra, testigo silencioso de su travesía, un ser de ternura y esperanza.

El tigre entendía que en la fragilidad se ocultaba la verdadera fortaleza, que el dolor era el camino hacia la sanación y que las lágrimas eran el río que llevaba hacia la renovación. Así, en la roca misma, el tigre y la joven compartían un vínculo invisible, donde la fuerza y la vulnerabilidad se entrelazaban en una danza eterna de aprendizaje y crecimiento. A pesar del dolor causado, la vida continuaba y, con el tiempo, las heridas curaban.

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