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El templo

 

A veces, las estrellas gritan ideas.
Una chispa repentina en el cielo
que nadie puede atrapar.
Eso siento al ver las lámparas,
faroles de madera pintados
en rojo bermellón.
Aunque mis ojos, rebeldes,
se empeñan en llamarlo naranja.

La entrada es un susurro solemne,
inmensa, pero sin alardes,
como quien sabe su lugar
en un mundo que todo lo olvida.
Camino hacia el templo,
donde el silencio no es vacío,
sino una promesa de algo
más grande que yo.

Los árboles me siguen,
cómplices de un ritual cotidiano.
Dan sombra cuando el sol
me pesa en los hombros
y disfrazan la lluvia,
dejando caer gotas tímidas
como quien no quiere molestar.

El musgo en las piedras
celebra su fiesta húmeda,
cada fibra abrazando la roca
como si quisiera salvarla
de su propia dureza.
Todo aquí respira,
lento, profundo,
como si no tuviera prisa.

A veces me pregunto
si el templo no es más que eso:
un lugar donde todo,
hasta el musgo,
aprende a quedarse quieto
y a escuchar.

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