En un rincón del mundo donde las palabras parecían flotar suspendidas en el aire, los pasos de un hombre solitario lo llevaron al santuario. La mañana era clara, pero el viento traía consigo un rumor de hojas que se alzaban como si fuesen ecos de voces antiguas. La puerta torii se alzaba frente a él, simple y solemne, marcando el límite entre lo profano y lo sagrado, un umbral que no se cruzaba sin que algo, aunque fuera mínimo, cambiara dentro de quien lo hacía.
El hombre se detuvo antes de la puerta, no porque creyera en los rituales —o al menos eso se decía a sí mismo— sino porque algo en la presencia de aquella estructura lo hacía dudar. Una inclinación, pequeña pero sincera, surgió de su cuerpo casi sin que lo decidiera. Luego, con un paso contenido, cruzó la puerta, desviándose ligeramente hacia la izquierda, como si temiera perturbar un equilibrio invisible.
El pabellón de agua, el temizuya, lo recibió con un murmullo cristalino. Allí, tomó el cazo de madera con torpeza, sintiendo que las miradas de generaciones enteras lo observaban desde las sombras de los árboles. Sus manos vacilaron al seguir los pasos de purificación. Agua sobre la mano izquierda, luego la derecha, un gesto para la boca. La última gota cayó al suelo, mezclándose con la tierra, y por un momento pensó que todo aquello era absurdo, un capricho heredado de tiempos antiguos. Sin embargo, cuando dejó el cazo en su lugar, sintió que sus manos estaban más ligeras y que algo en su pecho había empezado a despejarse.
El altar lo esperaba al final del sendero. Era sencillo, desprovisto de adornos innecesarios, pero poseía una gravedad que lo detenía a unos pasos de distancia. Con dedos temblorosos, buscó una moneda en su bolsillo. Era pequeña, insignificante en su valor, pero al lanzarla a la caja de ofrendas, el sonido del metal al caer resonó como si hubiese abierto una puerta en el silencio del santuario.
Tocó la campana. Dos inclinaciones, dos palmadas. El aire pareció vibrar, como si el espacio entre el hombre y lo divino se hubiese reducido por un instante. Cerró los ojos y unió las manos en oración, no para pedir algo concreto, sino para escuchar el vacío que había dentro de él. Era un silencio profundo, pero no vacío; era un eco que provenía de lo más antiguo de su ser, como si la tierra, el agua y el viento se hubieran confabulado para recordarle que él también era parte de algo más grande.
Al inclinarse por última vez, supo que la visita había terminado, aunque no podía decir exactamente qué había ocurrido. Mientras salía del santuario, evitando de nuevo el centro de la puerta torii, el mundo parecía el mismo. Sin embargo, sus pasos eran diferentes. No más ligeros, ni más pesados, sino más conscientes de la tierra que pisaban y del aire que respiraban. Quizá, pensó, no era el santuario el que guardaba algo sagrado, sino el acto de cruzarlo, el rito en sí mismo.
Cuando el hombre se perdió en el bosque que rodeaba el santuario, quedó solo el susurro del viento, un testigo mudo de que algo había cambiado, aunque nadie, ni siquiera él, pudiera decir exactamente qué.