El sol se desperezaba sobre el horizonte, sus rayos brillosos acariciando suavemente la orilla. Una ave, pequeña y frágil, caminaba lentamente por la playa, dejando diminutas huellas en la arena húmeda. El viento suave despeinaba sus plumas, llevándose con él secretos de la tierra y del mar. Con cada paso, la ave parecía dibujar una historia, un cuento que ella misma no comprendía del todo, pero que sabía que era importante.
Entonces, se detuvo. Frente a ella, el reflejo en la arena: una silueta, idéntica, pero aún desconocida. El ave inclinó la cabeza, curiosa, inmóvil. No había mar, no había cielo en aquel reflejo, solo ella y su sombra, atrapada en la textura rugosa de la arena.
En ese instante, todo pareció detenerse. El tiempo se hizo un susurro, un murmullo lejano de olas rompiendo a lo lejos. Y en ese silencio, el reflejo comenzó a transformarse. Ya no era simplemente una sombra, sino una imagen de su pasado. La ave vio en ese reflejo la vida que había dejado atrás, los vuelos que no se atrevió a emprender, los cielos que no exploró por temor a lo desconocido. Pero también vio aquellos momentos en los que se atrevió a desafiar los vientos, los momentos en que la libertad la llenó de gozo.
Ese yo del pasado la observaba desde la arena, con ojos llenos de anhelo y arrepentimiento. Cada vez que el presente le traía un eco de ese pasado, ambos yos se encontraban, intercambiando miradas de reconocimiento. Pero esta vez, en esta playa solitaria, la ave se dio cuenta de algo diferente: no había nadie más, ninguna sombra de influencias externas, ninguna cadena que la sujetara.
Ella era libre de elegir cómo seguir. Sus alas se abrieron lentamente, y sin pensarlo más, emprendió el vuelo. El reflejo en la arena se desvaneció, pero la historia que había visto quedó grabada en su corazón. Y mientras surcaba los cielos, sintió por primera vez que podía volar más allá de cualquier horizonte, más allá de cualquier temor.
Porque ahora, el reflejo no era más que un recuerdo, y su vuelo, una elección.