DSC_6346

El farol encendido

 

En la quietud de la noche, cuando el viento apenas susurra entre las ramas, un farol arde con una luz tenue, casi etérea, frente a la casa de las geishas. Su resplandor no es el de una lámpara común; es un poema silencioso, un canto sin palabras que flota en el aire como un aroma de flores de cerezo, convocando almas inquietas en busca de arte y consuelo.

El farol no ilumina, sino que guía, no revela el camino, sino que insinúa historias. Su luz, ondulante como las mangas de seda de las danzas que allí se despliegan, señala que en ese umbral se encuentra el espíritu del entretenimiento elevado a arte. Allí, el tiempo no transcurre, sino que se transforma.

Dentro, las geishas, maestras de lo efímero, esperan con la paciencia de quien sabe que la perfección no se apura. En sus kimonos, bordados con el oro de las estrellas, llevan la historia de los días y las noches, de los otoños que cayeron y los primaveras que prometen volver.

El farol arde para quienes buscan algo más que distracción: el alivio que solo brinda la belleza. Su luz es una frontera entre lo mundano y lo sublime, entre la fatiga del mundo y el refugio de una risa bien colocada, un sorbo de sake, una canción que parece contener todo lo que no se puede decir.

Una sombra cruza la calle, indecisa. Es un viajero, alguien que carga con el peso de muchas horas y muchas palabras no dichas. Se detiene frente al farol. En ese instante, entre la vacilación y el deseo, el viajero entiende: no se trata de entrar para olvidar, sino para recordar lo que significa ser humano.

El farol sigue ardiendo, impasible, como lo ha hecho por décadas. Sus llamas no disminuyen, porque no solo están hechas de aceite y mecha, sino del anhelo de quien busca y del arte de quien ofrece. Así, noche tras noche, el farol encendido no es solo luz: es la promesa de que incluso en la oscuridad, hay espacio para la maravilla.

 

Scroll to Top