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El cuidador de las arenas

 

 

En medio del vasto desierto, donde el sol arde sin piedad y las dunas se extienden como olas petrificadas, un hombre camina lento, con pasos seguros, acompañado por la sombra de sus camellos. Su nombre es desconocido, pero aquellos que han cruzado su camino lo llaman el cuidador de las arenas.

El viento sopla suavemente, levantando pequeñas nubes de polvo que se arremolinan en torno a los pies del hombre y sus animales. Los camellos, altos y serenos, siguen su ritmo pausado, como si comprendieran que en el desierto, la prisa es enemiga de la vida. El cuidador, con su rostro curtido por el sol y su mirada profunda, observa el horizonte sin fin, buscando en la lejanía algo que solo él sabe que está allí.

Cada mañana, antes de que el sol se eleve por completo, el cuidador se levanta y recita una breve oración, una plegaria silenciosa al desierto que es su hogar y su compañero. Luego, se acerca a sus camellos, acaricia sus cuellos y les susurra palabras suaves, como si fueran los únicos seres en el mundo capaces de entenderle.

El calor del día crece, pero el hombre no se detiene. Sabe que en el desierto, la vida es frágil y que el viento puede cambiarlo todo en un instante. Su piel, tostada por el sol, resiste la temperatura abrasadora, y sus ojos, acostumbrados a la luz intensa, se entrecierran mientras sigue adelante, guiando a sus camellos hacia el próximo oasis, una promesa de agua y sombra en medio del mar de arena.

Con cada paso, el cuidador siente el peso de sus recuerdos, imágenes de un hogar lejano donde las noches eran frescas y las fragancias de las flores llenaban el aire. Pero ahora, su hogar es el desierto, y aunque añora ese sosiego, ha aprendido a encontrar paz en la vastedad del paisaje, en la soledad de las dunas que se extienden hasta donde la vista alcanza.

Cuando el sol comienza a descender y el cielo se tiñe de naranja y púrpura, el cuidador se detiene. Deja que sus camellos descansen, sacando agua de una pequeña vasija para calmar su sed. Luego, se sienta en la arena caliente, observando cómo el día se desvanece en la noche, sintiendo la frescura del aire nocturno que acaricia su piel.

En esos momentos de quietud, el cuidador cierra los ojos y deja que sus pensamientos vuelen hacia su pasado, hacia ese amor lejano que aún arde en su corazón. Es un fuego suave, una llama que no quema, pero que calienta su alma en las noches frías del desierto. Es el recuerdo de un amante cuyo perfume dulce perdura en su memoria, un eco de dulzura que lo acompaña en cada travesía.

El cuidador sabe que su vida está ligada al desierto, pero en su interior, guarda el tesoro de ese amor, una dulzura que le da fuerza para enfrentar cada nuevo amanecer. Mientras el viento canta su canción entre las dunas, el cuidador sonríe, sintiendo que, aunque esté rodeado de arena y silencio, no está solo. Lleva consigo la fragancia de ese amor, y eso le basta para seguir adelante, paso a paso, hasta el final de su viaje.

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