En la inmensa piedra,
donde la Virgen de los Ángeles reposa su mirada eterna,
un yigüirro se atrevió a posar.
Pequeño, sencillo,
como si supiera que no hacen falta alas grandes
para rozar lo sagrado.
Su canto rompió el silencio de la mañana,
un himno sin partitura,
un rezo antiguo que no necesita palabras.
Cada nota vibró en el aire claro,
y la piedra, la Virgen, el mundo entero,
escucharon.
Era como si el alma del bosque
hubiera encontrado su voz en aquel pecho menudo,
y en cada trino, el tiempo se doblaba,
la fe florecía,
y el milagro cotidiano de la vida se hacía presente.
El yigüirro cantaba.
La Virgen sonreía en su silencio de piedra.
Y yo, testigo sin merecerlo,
cerré los ojos y agradecí
por tanta belleza sencilla,
por tanta gracia sin ruido.
