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Edificio, un reflejo de sus almas

 

En el corazón de la ciudad, donde las calles serpenteaban entre rascacielos de cristal y acero, se alzaba un edificio que desafiaba toda lógica arquitectónica. Desde lejos, su estructura parecía un laberinto de ángulos imposibles y formas que se doblaban sobre sí mismas, como si alguien hubiera tomado las reglas de la geometría y las hubiera arrojado por la ventana. No había dos ventanas iguales, y las paredes parecían moverse ligeramente con cada ráfaga de viento, como si el edificio respirara.

Los que vivían allí no lo veían como un lugar extraño, sino como un refugio. Para ellos, ese caos era un reflejo perfecto de sus propias vidas, donde cada rincón ocultaba un secreto, un sueño no cumplido, o una decisión que marcaba el inicio de un nuevo camino. Las habitaciones dentro del edificio eran tan peculiares como su exterior; algunas eran pequeñas y acogedoras, con techos tan bajos que se podía tocar con la mano, mientras que otras se extendían en alturas vertiginosas, llenas de sombras y luces que se entrelazaban en un juego constante.

Un joven artista ocupaba una de las esquinas más altas, donde la luz del atardecer llenaba el espacio con un resplandor dorado. Su lienzo estaba siempre en blanco, pero sus manos estaban manchadas de colores que nunca parecían encontrar su lugar en la tela. Pintaba no con pinceles, sino con sus propios pensamientos, dejando que las emociones fluyeran desde su mente hasta sus dedos, aunque el lienzo siguiera inmaculado. No necesitaba ver el cuadro terminado, porque para él, el arte estaba en el acto de creación, en la lucha interna entre lo que deseaba expresar y lo que no se atrevía a mostrar.

Una mujer mayor vivía dos pisos más abajo, en un espacio donde las paredes estaban cubiertas de espejos, cada uno reflejando una versión diferente de sí misma. Pasaba horas mirando, buscando a la joven que fue alguna vez, aquella que había amado con una intensidad que asustaba a los demás. En esos espejos, veía a la chica que había tomado decisiones arriesgadas, a la madre que había luchado por mantener a su familia unida, a la anciana que ahora enfrentaba la soledad con dignidad. Y mientras se miraba, se preguntaba cómo habría vivido aquellos momentos si hubiera sabido lo que sabe ahora.

En el nivel más bajo, un escritor solitario llenaba su apartamento con montones de papeles, cada uno con fragmentos de historias que nunca había terminado. Para él, el edificio era un eco de su mente, un lugar donde todas sus ideas chocaban entre sí, se mezclaban, y luego se dispersaban en direcciones opuestas. Su vida estaba llena de esos “y si”, de esas posibilidades que nunca se realizaron, y cada día escribía una nueva página que dejaba inacabada, como si tuviera miedo de que al terminar una historia, tendría que enfrentarse a la siguiente.

Los residentes del edificio compartían un vínculo silencioso, aunque rara vez se cruzaban. Sabían que el edificio no era solo un lugar para vivir, sino un reflejo de sus almas, un espacio donde podían ser ellos mismos, con todas sus complejidades y contradicciones. Allí, no había necesidad de esconderse detrás de máscaras, porque el edificio ya era una máscara en sí mismo, protegiendo a cada inquilino de un mundo exterior que nunca podría entenderlos completamente.

Cada noche, cuando las luces de la ciudad comenzaban a parpadear y el edificio se oscurecía, los habitantes se recogían en sus habitaciones, cada uno escuchando esa voz interna, su propio narrador, que les susurraba lo que podían o no podían hacer, de quién podían o no podían depender. Y en esos momentos de quietud, mientras miraban sus reflejos en los espejos, o sus manos manchadas de pintura, o las páginas dispersas por el suelo, se preguntaban cómo habrían vivido esos momentos si hubieran sabido entonces lo que saben ahora.

Pero al final, sabían que el pasado no se puede cambiar. Y el edificio, con sus giros y vueltas, con su caos ordenado, seguía siendo el único lugar donde podían ser verdaderamente ellos mismos, donde el eco de sus decisiones resonaba en cada pared, y donde, por un breve instante, podían encontrar un refugio en medio de su propia confusión.

 

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