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Dejarse llevar por el viaje de la vida

 

 

Las mariposas revoloteaban como pequeñas pinceladas de luz, bañadas en tonos dorados y blancos que destellaban bajo el sol. Sus alas, finas y delicadas, capturaban cada rayo como si estuvieran hechas de oro fundido y nieve, moviéndose con una precisión silenciosa entre las flores que decoraban el jardín. Las flores, abiertas en busca de la caricia del viento, lucían colores vibrantes, sus pétalos extendidos como si invitaran a las mariposas a descansar.

En una pequeña mesa de madera, un hombre, con una taza de café oscuro entre sus manos, observaba el baile incesante de las mariposas. El vapor que subía de su taza se mezclaba con el aroma terroso del grano recién molido, llenando el aire de un olor reconfortante, casi íntimo. El café, de un color profundo, reflejaba el dorado de la tarde, esa hora en la que el sol se torna más amable y las sombras se alargan suavemente.

Frente a él, las flores en busca de la luz parecían formar un tapiz cambiante, atrayendo a las mariposas con sus tonos vivos de púrpuras, amarillos y naranjas. Cada mariposa elegía con precisión una flor distinta, como si supieran exactamente a dónde debían ir, como si su vuelo fuera guiado por un mapa invisible, trazado entre las fragancias del jardín.

El hombre se llevó la taza a los labios, tomando un sorbo lento. El café era fuerte, su amargor contrastaba con la suavidad de la escena frente a él. Mientras bebía, sus pensamientos volaban lejos, como esas mariposas que nunca se detenían del todo, siempre en busca de algo más. Observaba sus alas batir el aire con ligereza, y en ese pequeño espectáculo de la naturaleza, encontraba una paz que no necesitaba explicaciones.

A lo lejos, entre los árboles, el horizonte se bañaba en un suave dorado, casi como si el cielo también participara en esa danza. Todo estaba en movimiento, pero todo, al mismo tiempo, parecía estar en su lugar perfecto. Las mariposas, el café, las flores… todos buscaban, todos se movían, y sin embargo, en ese movimiento constante, había un orden, una armonía.

Y el hombre, con su taza en mano, lo comprendió. No era necesario tener todas las respuestas. A veces, solo había que estar presente, observar, y dejar que el viaje de la vida, como el vuelo de las mariposas, lo llevara a donde debía estar.

 

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