El cielo se extendía sobre la playa como un lienzo sin fin, de un azul tan profundo que parecía tocar el mar en el horizonte. Las olas llegaban a la orilla con un murmullo constante, mientras la brisa ligera arrastraba el olor salado del océano hasta los árboles que bordeaban la arena.
Entre esas ramas torcidas y casi caídas, la vida persistía. A pesar de su apariencia frágil, aquellas ramas viejas aún sostenían hojas verdes, como recordando que la vitalidad puede existir incluso en lo que parece estar marchitándose. Algunos árboles tenían troncos tan retorcidos por el tiempo que uno pensaría que no podrían seguir en pie, y sin embargo, ahí estaban, proyectando sombras sobre la arena blanca, sus hojas susurrando en complicidad con el viento.
Caminé por la playa, observando cómo la luz del sol jugaba sobre el agua y las hojas temblorosas de los árboles. Cada paso en la arena me hacía sentir parte de algo más grande, algo que no necesitaba explicaciones ni justificaciones. Como esas ramas torcidas que seguían en pie, no siempre es necesario que expliquemos el porqué de cada cosa que dejamos atrás. La vida sigue, aunque en otro ciclo, a pesar de las tormentas y del desgaste.
En algún momento, me detuve junto a un árbol cuya mitad había sido arrastrada por una tormenta, pero cuya otra mitad seguía en pie. Mirando sus raíces, profundas y firmes en la tierra, pensé en lo que me había traído hasta aquí, a este lugar donde todo parecía estar en un estado de equilibrio constante entre vida y decadencia. Recordé las preguntas que solían hacerme: “¿Por qué dejaste tu último trabajo?”, “¿Qué te llevó a dar ese paso?”. Preguntas que, en su esencia, no buscaban comprender, sino clasificar. Pero no todas las decisiones tienen una única respuesta.
Al final, la vida se trataba de movimiento. Como el mar que nunca se detiene o las ramas que, aunque gastadas, siguen buscando la luz. Las razones que nos impulsan a cambiar, a dejar algo atrás, son tan profundas y complejas como las raíces de esos árboles que se aferran a la tierra, pero a menudo es mejor dejarlas en el silencio, sólo para nosotros. La necesidad de experimentar, de probar algo nuevo, no necesita explicarse. Es simplemente la vida fluyendo, como la marea que sube y baja sin que nadie se lo pregunte.
Y mientras seguía caminando por la playa, entendí que la verdadera vida, la que es vibrante y genuina, no es estática ni repetitiva. Está en el movimiento, en los ciclos, en la disposición a dejar ir lo que ya no sirve y abrazar lo desconocido, con la esperanza de que, como esas ramas que parecen caídas, siempre hay una chispa de vida que perdura, esperando florecer nuevamente.