Las gladiolas se mecían suavemente bajo el peso del aire, como si cada movimiento fuera un susurro que el viento llevaba consigo. Sus pétalos, verdes claros y amarillos, se entrelazaban en un juego armonioso, un baile sutil de colores que parecía no tener fin. Bajo la luz del sol, las flores brillaban con una intensidad discreta, como si el mundo más allá de su pequeña parcela no existiera.
Había algo en su quietud que contrastaba con la vida apresurada de los que pasaban de largo, ignorando la belleza que se desplegaba frente a ellos. Los verdes claros se desvanecían en los amarillos como pensamientos que se cruzan en la mente sin pedir permiso, sin detenerse. Eran como las ideas que vienen en la quietud de la madrugada, cuando la soledad ya no es una amenaza sino una compañera, un espacio para entender lo que verdaderamente importa.
La soledad no era estar solo, las gladiolas lo sabían. En su danza silenciosa, compartían la misma tierra, el mismo viento. No necesitaban más. Los miedos, esos que se arraigan en el pecho y te hacen pensar que estar solo es lo peor que puede pasar, eran ajenos a ellas. El verdadero peligro no era la soledad, sino dejarse consumir por lo que no tiene raíces, por lo que pasa sin dejar huella.
La brisa seguía su curso, acariciando los pétalos con dulzura. Las gladiolas permanecían allí, inmóviles pero vivas, como una advertencia silenciosa. No te preocupes por la soledad, parecían decir. Hay otras cosas que acechan en el horizonte, otras tempestades que pueden arrasar si no las ves a tiempo. La soledad no hace daño. Es el miedo a lo que no se comprende, el apego a lo que se desvanece, lo que te puede coger tarde.
Y mientras el día avanzaba, las gladiolas seguían su juego, en una danza perpetua de luz y sombra, verdes claros y amarillos.