Las olas llegaban con un ritmo pausado, lamiendo la orilla con una suavidad que solo el mar tranquilo puede ofrecer. En la Reserva Biológica Curú, el agua fresca acariciaba los pies de los pocos caminantes que habían decidido aventurarse hasta ese rincón de la costa. La playa se extendía, casi desierta, cubierta de arena fina, un manto perfecto que reflejaba el azul intenso del cielo.
Las nubes flotaban en lo alto, pequeñas pinceladas blancas, como si alguien las hubiera colocado con cuidado en el lienzo celeste. Todo estaba en equilibrio. Las palmeras se mecían suavemente, sus hojas moviéndose como si dijeran secretos al viento, mientras los manglares al fondo ofrecían sombra a las criaturas que habitaban el lugar.
Caminando por la orilla, los pasos eran ligeros, como si la arena absorbiera todo peso del cuerpo y de la mente. Cada inhalación traía consigo un soplo de aire fresco, cargado del olor salado del océano, mezclado con los matices dulces de la vegetación cercana. La sensación de frescura en el agua era casi surrealista, como si la naturaleza misma supiera cuándo ofrecer consuelo.
En Curú, no había prisas. El tiempo se movía al ritmo de las mareas, lento y constante. Los monos saltaban de un lado a otro, los venaditos dibujaban sus senderos en la arena húmeda, mientras pequeñas aves correteaban buscando alimento. No había necesidad de mirar un reloj. El sol, en su lenta travesía, era el único que marcaba el paso de las horas.
A lo lejos, unas lanchas se deslizaban por el agua, casi sin hacer ruido, como si el mar la aceptara sin resistencia. Todo en ese lugar parecía tener su razón, su lugar. Era imposible no sentir la paz que emanaba de la naturaleza, una paz que invadía cada rincón del alma.
El cielo azul profundo, casi sin interrupciones, ofrecía un telón perfecto para la inmensidad del mar, creando una conexión infinita entre lo terrenal y lo celestial. Quien se encontraba allí, bajo ese cielo, sabía que los momentos vividos en esa playa no podrían comprarse ni con todo el oro del mundo.
Era la experiencia, la sencillez del lugar, lo que dejaba huella. Y al final, al salir de Curú, uno no se llevaba nada material, pero volvía lleno, con paz, y la serenidad que solo esos momentos podían otorgar. La felicidad que nacía allí era genuina, como la sonrisa del sol despidiéndose en el horizonte, mientras el mar susurraba una canción que solo los viajeros podían entender.