Una calle antigua, flanqueada por muros que se alzaban como testigos silenciosos, conservaba la historia en cada grieta, cada capa de pintura desvaída. No era una calle común. Allí, las paredes hablaban fragmentos de conversaciones pasadas, secretos de vidas que alguna vez cruzaron por sus adoquines. Cada paso resonaba en el eco de esos murmullos, y los que sabían escuchar podían descifrar las historias que el tiempo había dejado olvidadas.
Entre esas paredes caminaba don Gregorio, un hombre conocido en el pueblo no por su fama, sino por su capacidad de leer lo invisible. Decían que con solo posar su mano sobre el frío ladrillo, podía sentir el latido de lo que alguna vez fue. Sus dedos marcaban huellas digitales imborrables, un rastro silencioso que conectaba su vida con la de aquellos que ya no estaban. Era famoso por no buscar serlo. Solo se dejaba guiar por la historia que lo llamaba.
Cierto día, mientras recorría su ruta habitual, algo cambió. El viento, que siempre acompañaba sus pasos con suave caricia, trajo consigo un nuevo murmullo. Las paredes, normalmente tranquilas, vibraban con una historia urgente, una de dolor y memoria. Gregorio se detuvo frente a un muro en particular, el que se alzaba junto a las vías del tren, donde tiempo atrás había ocurrido un accidente que todos preferían olvidar.
El vagón, o lo que quedaba de él, aún podía sentirse en el aire, como si el metal retorcido y las chispas del choque hubieran quedado atrapados en las partículas de polvo que nunca se asentaron del todo. Don Gregorio, con su toque, sintió el peso del suceso. Sus dedos acariciaron la piedra, y una imagen clara apareció en su mente: el momento exacto del impacto, el ruido ensordecedor, y luego, el silencio desgarrador.
Era como si la fibra de la historia se tejiera ante él. Recordó las palabras de su abuelo: —El algodón es la fibra que entrelaza nuestras manos con la historia, tejiendo sueños y cosechando la esperanza de un mañana mejor —. Esa frase resonaba ahora en sus pensamientos, mientras comprendía que el accidente, aunque trágico, había dejado algo más profundo: la unión de las vidas que se cruzaron en ese momento, la esperanza que surgió del dolor.
Sin saberlo, don Gregorio tejía esa historia en el presente, mientras sus pasos lo llevaban a seguir adelante, sabiendo que cada huella digital, cada toque suyo en esas paredes, dejaba un rastro que, algún día, otro podría leer.