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Cada rincón era un eco

 

 

En Barcelona, el sol del atardecer derramaba sus tonos anaranjados sobre el Portal de la Pau. Los sonidos de la ciudad se mezclaban en un murmullo lejano mientras las olas del puerto acariciaban suavemente las embarcaciones amarradas. Sentado en un banco de la plaza, una guitarra descansaba en mis piernas, aún callada, pero llena de promesas.

Frente a mí, las sombras de las palmeras se alargaban, y el viento arrastraba el eco de risas y conversaciones desde el corazón de la ciudad. La Plaza Espanya no estaba lejos, y desde Montjuic se podía sentir la majestuosidad silenciosa de la montaña, vigilante sobre todo lo que ocurría a sus pies. Pero en mi mundo, esa tarde, sólo había una ausencia.

Mis dedos comenzaron a deslizarse sobre las cuerdas, buscando decir lo que la boca no se atrevía. Cada acorde era una palabra no dicha, cada vibración una confesión velada. No era sólo una canción, sino la única manera que conocía de expresar el vacío que sentía sin tu presencia. El reloj del campanario cercano marcaba el ritmo de mi angustia, como si cada minuto que pasaba fuese una herida más profunda, un paso más hacia un futuro incierto.

Las notas volaban con el viento, entrelazándose con la luz del crepúsculo que caía sobre las calles adoquinadas. Las sonrisas de la gente que pasaba me resultaban lejanas, casi dolorosas. No podían saber lo que dolía extrañarte, lo que costaba encontrar el aire cuando tú no estabas cerca.

Miraba la ciudad, la vida que seguía fluyendo a mi alrededor, y sentía el peso de las palabras que nunca te dije. Quizás era la guitarra la que debía hablar por mí, llenar el silencio que mi voz no podía. Quizás era mejor así, dejar que las melodías hablaran de lo que yo no podía confesar, dejar que las cuerdas lloraran por mí mientras el insulto del tiempo seguía su marcha implacable.

Barcelona seguía viviendo, con sus plazas llenas y su historia inmensa. Pero, para mí, cada rincón de la ciudad era un eco, tuyo. La guitarra suspiraba en mis manos, pero las palabras aún se resistían a salir. Y el reloj seguía marcando el ritmo, como si supiera que estaba luchando contra algo mucho más grande que el tiempo mismo.

En medio de todo ese bullicio, sólo me quedaba una verdad: si no estabas, respirar se volvía una tarea imposible.

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