Cada kilómetro, arena bajo los pies
El aire seco y cálido del desierto envolvía cada paso, y el horizonte se extendía interminable, con montañas de arena que parecían bailar con el viento. A lo lejos, se alzaban antiguos monumentos de piedra que el tiempo había desgastado pero no vencido, silenciosos guardianes de historias pasadas, rutas trazadas por los comerciantes de la seda, mercaderes de otros tiempos que cruzaban estas tierras a lomo de camello.
Caminábamos entre caravanas que se movían al ritmo pausado de los camellos, cuyas sombras se alargaban bajo el sol implacable. Era imposible ignorar la cercanía del desierto, que lo abarcaba todo con su majestuosidad y su misterio. Los caminos eran polvorientos, pero estaban llenos de promesas: ciudades lejanas, mercados bulliciosos, sabores desconocidos y aventuras sin nombre.
Nos detenemos junto a un puesto humilde en medio de la ruta, donde el fuego chisporrotea bajo una olla de barro. Un hombre nos ofrece estofado, su aroma inconfundible, un plato de carne cocida con especias tan intensas que parece contar sus propios secretos. Nos sentamos en alfombras viejas, sin pensar en la formalidad de lo que hacemos, arrancando trozos de la humilde carne con las manos, masticando despacio, saboreando cada bocado como si fuese la primera vez.
Al mirar a mi alrededor, veo los rostros curtidos de los nómadas, personas que no se rigen por las mismas reglas que nosotros, aquellos que han aprendido a vivir en armonía con la aridez del desierto, con la fuerza implacable de la naturaleza. Comer aquí no es un ritual limpio y perfecto, es una celebración de la supervivencia, una ofrenda a la vida misma. Nos unimos a ellos, compartiendo historias en lenguas distintas pero entendiendo cada gesto.
El desierto no es un lugar para estar aislado, sino para sentir el mundo en su estado más puro. Lo que muchos temen—la inmensidad del horizonte, la falta de certidumbre—es lo que aquí se abraza. Cada paso, cada masticada, es un recordatorio de que la vida se trata de sensaciones, de probarlo todo, de lanzarse sin miedo a lo desconocido. No estamos aquí para pasear en una burbuja cerrada, para evitar el polvo ni rechazar lo incierto.
Al caer la tarde, las cúpulas de antiguas ciudades se dibujan en la distancia, sus techos reluciendo bajo el sol poniente. Nos levantamos, dejando atrás el calor del fuego, y volvemos a los camellos, que esperan pacientes para continuar la travesía. El viento del desierto acaricia la piel, llevándose con él el polvo y los rastros de las comidas que compartimos.
El viaje continúa, y con cada kilómetro de arena bajo los pies, con cada mordisco de algo nuevo y extraño, entendemos mejor lo que significa estar vivos, conectados no solo con la tierra que atravesamos, sino con todo lo que podemos probar y experimentar, hasta el último respiro.