Nadie lo veía al principio. No porque estuviera oculto —estaba ahí, entre dos curvas de camino y una loma sin pretensiones— sino porque no sabía ser escandaloso. Como esos amigos silenciosos que no necesitan llamar la atención para estar profundamente presentes.
Yo lo encontré por error. Mejor dicho, él me encontró. Me distraje en una caminata, di un paso mal medido, y de pronto estaba dentro. Lo supe por el silencio, que no era silencio exactamente, sino un murmullo de hojas conversando en voz baja, como los abuelos cuando creen que los niños duermen.
Los árboles eran grandes. Pero no grandes en la forma habitual. Eran grandes con dignidad. Con una especie de lentitud vertical que no buscaba altura, sino permanencia. Y olían a historia. A madera que recuerda.
Me senté. No se puede hacer otra cosa ahí. Uno se sienta y el bosque empieza. Primero te observa, luego te acepta. Te afloja los hombros. Te suelta los relojes. Y entonces, empieza la música. Pájaros invisibles que cantan desde sitios imposibles, viento que afina hojas como cuerdas, ramas que crujen como puertas hacia otra época.
Pensé: esto debería contarlo. Pero enseguida supe que no. Que algunos lugares no son para decir, sino para guardar. Como si el bosque se instalara en uno y dijera: “Te presto mi paz, pero no la publiques”.
Al salir —porque uno siempre sale, aunque nunca del todo— miré atrás. El claro había desaparecido. O se había plegado en sí mismo, como hacen los paraguas discretos.
Desde entonces, cuando la ciudad se me pega a la piel con sus prisas y sus bocinas, cierro los ojos y lo huelo. No tengo pruebas de que exista, pero tampoco dudas. Porque los verdaderos bosques de gigantes no se miden por árboles, sino por lo pequeños que uno se siente al recordar.