Antes de conocerte, mi vida era una sombra difusa, un boceto incompleto de líneas grises trazadas sin rumbo. Subsistía en una ciudad que se desplegaba ante mí como un lienzo sin colores, sus calles empedradas se extendían sin fin, pero yo caminaba sin propósito, sin el eco de un sueño que guiara mis pasos.
Lisboa, con su historia y su arte, existía a mi alrededor, pero no dentro de mí. Los azulejos que adornaban las fachadas de sus edificios eran solo piezas frías de cerámica, sus patrones intrincados y colores vibrantes no hacían más que reflejar una belleza que yo no podía sentir. La ciudad, con sus colinas y sus tranvías, vivía una vida ajena a la mía, una vida llena de historias que yo no conocía.
Entonces, apareciste una tarde a mediados de otoño. Surgiste como surgen las buenas ideas: sin avisar, sin prisa, pero con la certeza de que eras inevitable. Te encontré en una esquina donde los adoquines formaban una pequeña plaza, y los azulejos azules y blancos contaban historias de mares y cielos que yo nunca había escuchado. Fue en ese instante, en esa plaza, donde todo cambió.
Contigo, Lisboa dejó de ser un boceto y comenzó a cobrar vida. Las calles sinuosas, que antes recorría sin sentido, se transformaron en caminos llenos de promesas. Los azulejos, esos mismos que había ignorado tantas veces, empezaron a hablarme. Sus colores brillaban más intensos, y sus diseños se convirtieron en un mapa de emociones que seguíamos juntas, explorando cada rincón de la ciudad.
Ojeamos tantos atardeceres juntos… y todos en silencio. Porque no hacían falta palabras cuando el sol se desvanecía sobre el Tajo, y la luz dorada tocaba los azulejos de las casas, creando reflejos que bailaban sobre las paredes. Era como si Lisboa misma respirara, como si cada puesta de sol trajera consigo una nueva historia que solo nosotros podíamos entender.
Las tardes se convirtieron en nuestros momentos de conexión con la ciudad y entre nosotros. Caminábamos por Alfama, donde los azulejos contaban historias de santos y navegantes, y en cada esquina, una nueva pieza de ese rompecabezas que era nuestra vida juntos se colocaba en su lugar. Lisboa dejó de ser un escenario de mi existencia y se convirtió en nuestro hogar compartido, donde cada calle era un verso, y cada azulejo, una palabra de nuestra historia.
Así empezó todo. De la manera más tonta, en una plaza cualquiera, en una ciudad que había sido gris hasta que tú llegaste. Y Lisboa, con sus azulejos y sus historias, con sus calles llenas de vida, se convirtió en el universo donde pintamos una vida llena de sueños.